sábado, 19 de diciembre de 2015

¿Qué haces leyendo toda la noche con esa luz tan mala?

Vida y destino
Vasili Grossman
Primera parte, capítulo 33

La reflexión es prácticamente la misma que la de Las postales de Mostar y No te vayas, una guerra cuyos protagonistas también son personas, tienen familia, hambre, miedo... Y una madre que los quiere.

[...]
Liudmila Nikoláyevna se acercó al pequeño túmulo y leyó en la tablilla de madera contrachapada el nombre de su hijo y su rango militar.
Sintió con claridad que los cabellos se le movían bajo el pañuelo, como si una mano fría jugara con ellos.
Cerca, a derecha e izquierda, hasta la verja, por todo el espacio se diseminaban túmulos idénticos, grises, sin hierba, sin flores, con una única ramita de madera que brotaba de la tierra sepulcral. En el extremo de esta ramita había una tablilla con el nombre de la persona sepultada. Las tablillas abundaban y su densa uniformidad recordaba una hilera de espigas de grano germinadas en un campo.
Por fin había encontrado a Tolia. Muchas veces había intentado imaginar dónde estaba, qué hacía, en qué pensaba, si su pequeño dormía apoyado contra la pared de la trinchera, o estaba en marcha, o tomaba té, sosteniendo en una mano la taza y en la otra un terrón de azúcar, si estaba corriendo campo a través bajo el fuego enemigo… Deseaba estar a su lado, sabía que la necesitaba: le habría servido té en la taza, le habría dicho «come un poco más de pan», le habría quitado el calzado y lavado los pies desollados, envuelto una bufanda alrededor del cuello… Pero siempre desaparecía, no conseguía encontrarlo. Y ahora que había encontrado a Tolia, ya no la necesitaba.
A lo lejos se recortaban tumbas con cruces de granito de antes de la Revolución. Las lápidas funerarias se erguían como una muchedumbre de inútiles viejos que dejaban a todo el mundo indiferente; algunos caídos de lado, otros apoyados sin fuerza sobre los troncos de los árboles.
Parecía que el cielo se hubiera quedado sin aire, como si lo hubieran aspirado, y que sobre la cabeza de Liudmila se extendiera un desierto de polvo seco. Pero la potente bomba silenciosa, que succionaba el aire del cielo, trabajaba, trabajaba, y ahora para Liudmila no sólo no había cielo, tampoco había fe ni esperanza; en el infinito desierto sin aire sólo había un pequeño túmulo de tierra entre grises terrones helados.
Todo lo que vivía, su madre, Nadia, los ojos de Víktor, incluso los boletines de guerra, todo había dejado de existir.
Lo que estaba vivo había muerto. El único que vivía en todo el mundo era Tolia. ¡Qué silencio la rodeaba! ¿Sabía él que su madre había venido…?
Liudmila se arrodilló, suavemente, para no molestar a su hijo, luego puso recta la tablilla con su nombre; él siempre se enfadaba cuando su madre le arreglaba el cuello de la cazadora mientras lo acompañaba a la escuela.
–Aquí estoy, ya he llegado, y tú probablemente pensabas que tu mamá no vendría…
Hablaba a media voz, temiendo que la oyeran las personas que estaban fuera de la verja del cementerio.
Los camiones circulaban rápidamente a lo largo de la carretera y una oscura ventisca de polvo se arremolinaba y humeaba por el asfalto, se rizaba, se ondulaba… Caminaban, haciendo retumbar sus botas militares, repartidores de leche con sus bidones, gente con sacos, los escolares tapados con chaquetones acolchados y gorros de uniforme invernales.
Pero aquel día lleno de movimiento era para ella una imagen borrosa.
Qué silencio.
Hablaba con el hijo, recordando los detalles de su vida pasada y el espacio se llenaba de aquellos recuerdos que existían sólo en su conciencia: la voz infantil, los llantos, el frufrú de los libros ilustrados, el tintineo de la cuchara contra el borde del plato blanco, el zumbido de un radiorreceptor de fabricación casera, el crujido de los esquíes, el chirrido de los toletes en el estanque cerca de la dacha, el susurro del papel del caramelo, la aparición inesperada de su carita, las espaldas, el pecho.
Sus lágrimas, sus aflicciones, sus buenas y malas acciones, revividas en la desesperación de Liudmila, continuaban existiendo, emergían de la memoria, concretas y tangibles.
No eran los recuerdos del pasado los que se habían apoderado de ella, sino la agitación de las emociones vividas.
¿Qué se pensaba él que hacía, leyendo toda la noche con aquella luz tan mala? ¿Acaso quería comenzar a llevar gafas tan joven…?
Y ahora yacía allí, con una ligera camisa de algodón, descalzo, sin manta, en aquel lugar donde la tierra estaba completamente gélida y donde por la noche la helada se recrudecía.
De repente a Liudmila le empezó a sangrar la nariz. El pañuelo se empapó y se volvió pesado. La cabeza le daba vueltas, se le nubló la vista y por un instante creyó perder el conocimiento. Entrecerró los ojos y cuando los volvió a abrir el mundo que su sufrimiento había hecho revivir ya había desaparecido. Quedaba sólo el polvo gris que el viento levantaba en remolinos sobre las tumbas que, sucesivamente, se cubrían de humo.
[...]
Liudmila se pasó por los ojos secos el pañuelo impregnado de sangre. Con la cara pringosa de sangre seca, encorvada, resignada, empezaba a asumir, en contra de su voluntad, que Tolia ya no existía.
[...]

Vuelva dentro de tres días

Vida y destino
Vasili Grossman
Primera parte, capítulo 24

Quienes lean esto se sentirán todos identificados, pues a todos nos han hecho perder el tiempo, nos han frustrado, nos han toreado y hemos visto cómo la otra persona encima sentía satisfacción por ello, una prueba de que la literatura en mayúsculas es universal y atemporal.
El libro se ambienta en la Rusia de la Segunda Guerra Mundial.

[...]
A pesar de las dificultades de la vida, se sentía ligera y emancipada. Durante mucho tiempo, hasta que no obtuvo el permiso de residencia [28], no tuvo derecho a cartilla de racionamiento y sólo podía comer una vez al día en el comedor con los cupones de comida. Ya desde la mañana pensaba en el momento de entrar al comedor y que le dieran un plato de sopa.
[...]
Yevguenia Nikoláyevna tuvo que hacer frente a muchas dificultades para obtener el permiso de residencia.
El jefe de la oficina de diseños y proyectos donde ella había comenzado a trabajar, el teniente coronel Rizin, un hombre alto de voz suave y susurrante, desde el primer día comenzó a lamentarse por la responsabilidad que había asumido contratando a alguien que no tenía los papeles en regla. Le ordenó, pues, que fuera a la comisaría local después de extenderle un certificado de trabajo.
Un oficial de la comisaría se quedó con el pasaporte de Yevguenia Nikoláyevna y su certificado y le dijo que volviera al cabo de tres días para conocer la respuesta.
Cuando llegó el día asignado, Yevguenia Nikoláyevna entró en el pasillo en penumbra donde había personas sentadas a la espera de ser recibidas; sus rostros reflejaban esa expresión particular que a menudo muestran las personas que han ido a la comisaría por cuestiones relacionadas con el pasaporte o permisos de residencia. Yevguenia se acercó a la ventanilla. Una mano femenina con las uñas pintadas con un esmalte rojo oscuro le alargó el pasaporte y le dijo con voz tranquila:
– Se lo han denegado.
Se puso a la cola para hablar con el jefe de la sección de pasaportes. La gente de la fila hablaba a media voz y seguía con la mirada a las empleadas con los labios pintados, vestidas con chaquetones guateados y botas, que pasaban por el pasillo. Un hombre ataviado con un abrigo de entretiempo y una visera pasó calmosamente; el cuello de la guerrera militar le asomaba por debajo de la bufanda; sus botas crujían. Abrió con una pequeña llave la cerradura: era Grishin, el jefe de la sección de pasaportes. Yevguenia Nikoláyevna observó que las personas que guardaban cola no se habían alegrado como acostumbra a suceder después de una larga espera, sino que cuando se acercaban a la puerta miraban temerosos a los lados, como si estuvieran a punto de echarse a correr en el último momento.
[...]
Yevguenia Nikoláyevna entró en el despacho de Grishin. Éste le indicó con un gesto que tomara asiento, miró sus documentos y dijo:
– Se lo han denegado -dijo-. ¿Qué quiere?
– Camarada Grishin -dijo ella con voz trémula-, entiéndalo, durante todo esto tiempo no he recibido la cartilla de racionamiento.
El hombre la miró con ojos imperturbables, su cara ancha y joven expresaba una indiferencia ausente.
– Camarada Grishin -dijo Zhenia-, deténgase un momento a pensar en esta incongruencia. En Kúibishev hay una calle que lleva mi apellido, la calle Sháposhnikov, en honor a mi padre, uno de los pioneros del movimiento revolucionario en Samara, y ustedes deniegan el permiso de residencia a su hija…
Los ojos serenos de Grishin se clavaron en ella: la estaba escuchando.
– Necesito una petición oficial -dijo él-. Sin petición no hay permiso.
– Pero es que yo trabajo en una institución militar. -Eso no consta en su certificado de trabajo.
– ¿Puede ser de ayuda?
Grishin respondió de mala gana:
– Tal vez.
Por la mañana, cuando Yevguenia Nikoláyevna acudió al trabajo contó a Rizin que le habían denegado el permiso de residencia. El hombre levantó las manos y dijo con voz queda:
– Ay, qué estúpidos, quizá no entiendan que se ha convertido en una trabajadora indispensable para nosotros, que usted presta servicio a la Defensa.
– Así es -confirmó Yevguenia-. Me han dicho que necesito un documento oficial que certifique que nuestra oficina está subordinada al Comisariado Popular de Defensa. Se lo ruego encarecidamente: redáctemelo y esta tarde lo llevaré a la comisaría.
Al cabo de un rato, Rizin se acercó a Zhenia y con voz culpable dijo:
– Necesito una solicitud por escrito de la policía. De lo contrario tengo prohibido escribir un certificado de ese tipo.
Esa misma tarde Yevguenia fue a la comisaría y, después de la inevitable cola, pidió a Grishin la solicitud, odiándose a sí misma por su sonrisa aduladora.
– No pienso escribirle ninguna solicitud -dijo Grishin. Rizin, al enterarse de la nueva negativa de Grishin, se lamentó y dijo pensativo:
– Bien, dígale que me haga una petición verbal.
La tarde siguiente Zhenia debía encontrarse con el literato moscovita Limónov, que en un tiempo había sido amigo de su padre. Justo después de salir del trabajo se dirigió a la comisaría y pidió a la gente que aguardaba en la cola que le permitieran pasar a ver al jefe de la sección de pasaportes «literalmente un minuto», sólo para hacer una pregunta. La gente se encogió de hombros y desvió la mirada. Al final, dijo con rabia:
– ¿Ah, sí? ¿Quién es el último?
Aquel día el ambiente en la comisaría era especialmente deprimente. Una mujer con las piernas llenas de varices sufrió un ataque de histeria en el despacho de Grishin y se puso a gritar: «Se lo ruego, se lo ruego». Un manco lanzó improperios contra Grishin en el mismo despacho; el siguiente también armó un alboroto, se oían sus palabras: «No me iré de aquí». Pero en realidad se fue enseguida. En medio de aquel jaleo no se oía a Grishin, no levantó la voz ni una sola vez; incluso parecía que no estaba presente, como si la gente gritara y amenazara para sí misma.
Yevguenia hizo cola durante una hora y media y, de nuevo, odiando su propia cara amable y el emocionado «muchas gracias» que pronunció en respuesta a una pequeña señal de Grishin para que se sentara, le pidió que llamara por teléfono a su jefe, explicando que éste dudaba de si tenía derecho a redactar un certificado sin una solicitud previa con un número y sello, pero que después había accedido a escribirle el certificado con la nota: «En respuesta a su solicitud oral del día tal del mes tal».
Yevguenia Nikoláyevna colocó sobre la mesa de Grishin un papelito preparado de antemano donde con caligrafía gruesa y clara había escrito el apellido y patronímico de Rizin, número de teléfono, cargo, rango y en letra pequeña, entre paréntesis: «pausa para comer» y «desde… hasta».
– No haré ninguna solicitud.
– Pero ¿por qué? -preguntó ella.
– No debo hacerlo.
– El teniente coronel Rizin dice que sin solicitud, aunque sea oral, no tiene permiso para escribir un certificado.
– Si no tiene permiso, que no lo escriba.
– Pero ¿qué voy a hacer yo?
– Eso es asunto suyo.
La pasmosa tranquilidad de Grishin la desconcertó; si se hubiera enfadado o irritado por su insistencia, se habría sentido mejor. Pero Grishin continuaba allí sentado, de medio perfil, sin pestañear siquiera, sin prisa.
Yevguenia Nikoláyevna sabía que los hombres se fijaban en su belleza, lo percibía cuando hablaba con ellos. Pero Grishin la miraba como si fuera una vieja con ojos lacrimosos o una lisiada; al entrar en aquel despacho ya no era un ser humano, una mujer joven y atractiva, sólo una solicitante.
A Yevguenia la confundía su propia debilidad, del mismo modo que la confundía la seguridad monolítica de Grishin. Yevguenia Nikoláyevna caminaba por la calle, se apresuraba, llegaba con más de una hora de retraso a su cita con Limónov; pero mientras se afanaba en llegar, había perdido todo interés ante ese encuentro. Todavía podía sentir el olor del pasillo de la comisaría, aún veía las caras de los que hacían cola, el retrato de Stalin iluminado por la luz tenue de la lámpara eléctrica; y al lado, Grishin. Grishin, tranquilo, sencillo, cuya alma mortal concentraba la omnipotencia granítica del Estado.
Limónov, un hombre alto, grueso, cabezón, con rizos alrededor de su gran calvicie, la recibió con alegría.
– Comenzaba a temer que ya no viniera -le dijo mientras la ayudaba a quitarse el abrigo.
Le preguntó sobre Aleksandra Vladímirovna:
– Desde que éramos estudiantes, su madre ha sido para mí el modelo de mujer rusa con alma valiente. Siempre escribo de ella en mis libros, es decir, no propiamente de ella, sino en general, bueno, ya me entiende.
Bajando la voz y echando una ojeada a la puerta, le preguntó:
– ¿Alguna noticia de Dmitri?

Luego comenzaron a hablar de pintura, y los dos se ensañaron con Repin. Limónov se puso a hacer una tortilla en su cocinilla eléctrica, jactándose de ser el mejor especialista en tortillas de Rusia; tanto era así que el chef del Nacional había aprendido de él.
– Entonces, ¿qué tal? -preguntó ansioso mientras servía a Zhenia y, entre suspiros, añadió-: Lo confieso, me encanta comer.
¡Cómo persistía el peso de las impresiones experimentadas en las dependencias policiales! Al llegar a la habitación cálida de Limónov, llena de libros y revistas, donde enseguida se agregaron dos personas mayores perspicaces y amantes del arte, Zhenia no pudo arrancar a Grishin de su corazón helado.
Pero la gran fuerza de la conversación, libre e inteligente, hizo que Zhenia, al poco rato, se olvidara de Grishin y de los rostros de angustia de las personas en la cola. Parecía no existir nada más en la vida que las conversaciones sobre Rubliov, Picasso, la poesía de Ajmátova y Pasternak, las obras de Bulgákov…
Pero una vez salió a la calle se olvidó de las conversaciones inteligentes. Grishin, Grishin… En el piso nadie le preguntó si había logrado el permiso de residencia, ni le pidió que le enseñara el pasaporte con el sello estampado. Pero desde hacía varios días tenía la impresión de que la controlaba la mujer más anciana del apartamento, Glafira Dmítrievna, una mujer de nariz larga, siempre afable, vivaracha, de voz embelesadora e inmensamente falsa. Cada vez que se topaba con Glafira Dmítrievna y veía sus ojos oscuros, a un mismo tiempo zalameros y lúgubres, Zhenia se asustaba. Tenía la sospecha de que en su ausencia Glafira Dmítrievna, con una llave maestra, se colaba en su habitación, revolvía entre sus papeles, apuntaba sus declaraciones para la milicia, leía sus cartas.
Yevguenia Nikoláyevna se esforzaba por abrir la puerta sin hacer ruido, andaba de puntillas por el pasillo temiendo encontrársela. Esperaba que de un momento a otro le dijera: «¿Por qué transgrede la ley? Seré yo la que tenga que responder por ello».
A la mañana siguiente, Yevguenia Nikoláyevna entró en el despacho de Rizin y le contó la espera infructuosa en la oficina de pasaportes.
– Ayúdeme a conseguir un billete para el barco de Kazán, de lo contrario me enviarán a un yacimiento de turba por haber quebrantado la ley de pasaportes.
Ya no le pidió nada más sobre el certificado y en adelante se dirigió a él con tono sarcástico, airado.
Aquel hombre apuesto y fornido, de voz dulce, la miraba avergonzado por su propia debilidad. Ella sentía constantemente su mirada melancólica y tierna sobre su espalda, sus piernas, su cuello, su nuca; podría advertir aquella insistente mirada de admiración. Pero la fuerza de la ley que regía la circulación de documentos burocráticos, al parecer, no se podía tomar a la ligera.
Aquel día Rizin se acercó a Zhenia y en silencio le dejó sobre una hoja de dibujo el tan anhelado certificado.
Yevguenia también le miró en silencio y los ojos se le anegaron de lágrimas.
– Lo pedí a través de la sección secreta -dijo Rizin-. Pero sin demasiadas esperanzas y de repente recibí la autorización del superior.
Los colegas de Yevguenia la felicitaban, diciéndole: «Por fin se han terminado tus sufrimientos».
Fue a la comisaría. La gente de la cola la saludó, algunos la reconocieron, e incluso le preguntaron: «¿Cómo va…?». Otras voces le propusieron: «No haga cola, pase directamente, su asunto es de un minuto, ¿para qué va a estar esperando dos horas?».
La mesa del despacho y la caja fuerte pintada burdamente de marrón a imitación de madera ya no le parecían tan lúgubres ni burocráticas.
Grishin miró fijamente cómo los dedos apresurados de Zhenia depositaban ante él el papel requerido y asintió imperceptiblemente, satisfecho:
– Bien, entonces deje el pasaporte y los certificados y dentro de tres días vuelva en horario de oficina; podrá retirar sus documentos en recepción.
Su tono de voz era el de costumbre, pero a Zhenia le pareció que sus ojos claros le sonreían amistosamente.
De regreso a casa pensaba que Grishin se había revelado un ser humano como cualquier otro: había sonreído al hacer una buena acción. Resultó que no era un desalmado y comenzó a sentirse incómoda por todo lo malo que había pensado sobre el jefe de la sección de pasaportes.
Tres días más tarde una mano grande femenina con las uñas pintadas de esmalte rojo oscuro le alargó a través de la ventanilla el pasaporte con los papeles cuidadosamente doblados en su interior. Zhenia leyó la resolución escrita con caligrafía bien legible: «Permiso de residencia denegado por no tener relación con la habitación que ocupa».
– Hijo de perra -profirió en voz alta Zhenia sin lograr contenerse-. Te has estado divirtiendo a mi costa, torturador despiadado.
Gritaba agitando en el aire su pasaporte sin sello, volviéndose a la gente de la cola en busca de apoyo, pero vio que le daban la espalda. Por un momento se inflamó en ella un espíritu de insurrección, desesperación y rabia. Así gritaban las mujeres que habían enloquecido de desesperación en las colas de 1937, en espera de tener noticias sobre familiares condenados sin derecho a correspondencia, en la sala en penumbra de la cárcel de Butirka, en Matrósskaya Tishiná, en Sokólniki.
Un miliciano apostado en el pasillo cogió a Zhenia por el codo y la empujó hacia la puerta.
– ¡Déjeme, no me toque! -gritó y se zafó de la mano del miliciano, apartándole de un empujón.
– Ciudadana -le dijo con voz ronca-. Basta ya, le van a caer diez años.
Le pareció atisbar en los ojos del miliciano una chispa de compasión, de piedad.
Se dirigió rápidamente a la salida. Por la calle los transeúntes que caminaban empujándola tenían todos sus papeles en regla, sus permisos de residencia, sus cartillas de racionamiento…
[...]