Óscar Wilde
Capítulo XVI
Lo leí hace ya varios años, pero no se me olvida el pasaje en el que se describe por vez única en el libro un poco de misterio y de suspense, como si se tratara de una novela más bien de Stephen King o Ágata Christie. Hace sentir al lector dentro del paisaje que se describe, con su niebla, su oscuridad, su frío y hasta su remordimiento.
Una lluvia fría comenzaba a caer, y los reverberos empañados brillaban mortecinamente entre la niebla. Los cafés iban cerrándose, y a sus puertas se juntaban grupos confusos de hombres y mujeres. De algunas tabernas llegaba el eco de innobles risotadas. En otras vociferaban y gritaban los borrachos.
Reclinado dentro del hansom, con el sombrero calado hasta las cejas, Dorian Gray miraba con ojos indiferentes la vergüenza sórdida de la gran ciudad, repitiéndose de cuando en cuando a sí mismo las palabras que le dijera Lord Henry el primer día que habló con él: "Curar el alma por medio de los sentidos, y los sentidos por medio del alma". Sí, ése era el secreto. Más de una vez lo había ensayado, y ahora lo ensayaría de nuevo. Había fumaderos de opio donde se podía comprar el olvido; antros de horror, donde la memoria de los pecados pretéritos podía ser anulada por la locura de los pecados presentes.
La luna pendía muy baja en el horizonte, como una amarilla calavera. De cuando en cuando, una vasta nube informe extendía un brazo y la ocultaba. Los mecheros de gas se hacían cada vez más escasos, y las calles cada vez más estrechas y oscuras. El cochero se perdió en aquel dédalo y tuvo que retroceder media milla para encontrar el camino. Del caballo, chapoteando en los charcos, se elevaba una especie de vaho. Los cristales laterales del hansom parecían forrados de huata gris por la bruma.
"Curar el alma por medio de los sentidos, y los sentidos por medio del alma..." ¡Cómo sonaban aquellas palabras en sus oídos! Sí, su alma se sentía mortalmente enferma. ¿Sería verdad que los sentidos podían curarla? Él había derramado sangre inocente. ¿Cómo expiar aquello?
¡Ay!, para aquello no había expiación alguna; pero, aunque el perdón fuera imposible, aún era posible el olvido, y él estaba resuelto a olvidar, a abolir aquello, a aplastarlo como se aplasta la víbora que nos ha mordido. Realmente, ¿qué derecho tenía Basil a hablarle del modo que lo hizo? Le había dicho cosas atroces, abominables, que no podían tolerarse.
El coche avanzaba, cada vez más despacio. Por lo menos, tal le parecía. Abrió la trampilla y gritó al cochero que fuese más deprisa.
Una terrible necesidad de opio empezó a remorderle. Le ardía la garganta, y sus manos delicadas se crispaban nerviosamente. Como un loco se puso a golpear al caballo con su bastón. El cochero se echó a reír, y fustigó al animal. Él, entonces, rió contestando, y el hombre calló.
El camino parecía interminable, y las calles como la tela negra de una araña invisible. La monotonía se hacía insoportable, y sintió miedo al ver espesarse la niebla.
Luego pasaron junto a unos tejares desiertos. La bruma era allí menos densa, y dejaba ver los extraños hornos en forma de botella con sus lenguas de fuego naranja en abanico. Un perro ladró al paso de ellos, y lejos, en la oscuridad, chilló una gaviota errante. El caballo tropezó en un releje, se desvió a un lado bruscamente y salió luego al galope.
Al cabo de poco tiempo salieron del camino arcilloso y volvieron a rodar estrepitosamente sobre una calle mal empedrada. La mayoría de las ventanas estaban a oscuras; pero de cuando en cuando se proyectaban sobre algunas persianas iluminadas siluetas de sombras fantásticas. Él las miraba con curiosidad.
Movíanse cual fantoches grotescos, y accionaban como seres vivos. Los detestó con toda su alma. Una rabia sorda había invadido su corazón. AI volver una esquina, una mujer les gritó algo desde el umbral de una puerta, y dos hombres echaron a correr detrás del hansom cerca de doscientas yardas. El cochero les azotó con la fusta.
Dicen que las pasiones nos hacen pensar en círculo. Y la verdad es que los labios mordidos de Dorian, una y otra vez repetían, con horrible insistencia, aquellas palabras especiosas sobre el alma y los sentidos, hasta haber encontrado en ellas la expresión absoluta, por decirlo así, de su estado de espíritu, y justificado, con su asentimiento intelectual, pasiones que, sin esa justificación, le habrían dominado lo mismo. De célula en célula se arrastraba en su cerebro un solo pensamiento; y un frenético deseo de vivir, el más terrible de todos los apetitos humanos, avivaba y encendía cada nervio y cada fibra de su ser.
La fealdad que antaño aborreciera, por prestar realidad a las cosas, le era ahora preciosa por la misma razón. La fealdad era lo único real.
Las disputas y pendencias groseras, los burdeles infectos, la cruda violencia de una vida de desorden, la misma vileza del ladrón y el proscrito, eran más vivas, en su intensa actualidad de impresión, que todas las formas graciosas del arte y las sombras de ensueño de la poesía. Eran lo que él necesitaba para olvidar. En tres días se vería libre.
De pronto, con un brusco tirón de riendas, paró el coche a la entrada de un sombrío callejón. Por encima de los tejados y de las chimeneas asomaban los mástiles negros de los barcos. Espirales de neblina se adherían, como velas espectrales, a las vergas.
-¿Es por aquí, verdad? -preguntó con voz ronca el cochero a través de la trampilla.
Dorian despertó sobresaltado de su abstracción y miró en torno suyo.
-Sí, aquí es -contestó, bajando apresuradamente del coche.
Y después de pagar lo ofrecido al cochero, encaminose rápidamente hacia el muelle.
De trecho en trecho brillaba una linterna en la popa de algún enorme navío mercante. La luz se quebraba y desmenuzaba en las aguas. A bordo de un trasatlántico, de escala hacia un puerto extranjero, que estaba carboneando, velase un resplandor rojo. El pavimento, resbaladizo, parecía un mojado capote.
Apretando el paso torció hacia la izquierda, mirando atrás, de cuando en cuando, para ver si lo seguían. Al cabo de siete u ocho minutos llegó frente a una casucha, de aspecto sórdido, enclavada entre dos fábricas miserables. En una de las ventanas superiores brillaba una lámpara. Se detuvo y llamó a la puerta de un modo especial.
Al poco tiempo oyó pasos en el portal y desenganchar la cadena. La puerta se abrió nuevamente, y Dorian entró sin decir palabra a la vaga figura inclinada que pareció incorporarse a la sombra para dejarle paso. Al extremo del aposento colgaba una cortina verde en jirones, que el viento que había entrado con él de la calle movía y agitaba. La apartó a un lado y entró en una habitación, baja de techo y muy larga, que parecía haber sido en otro tiempo un salón de baile de tercer orden.
Por todas partes ardían numerosos mecheros de gas, con una luz resplandeciente, que apagaban y deformaban los espejos, sucios de moscas, que tenían enfrente. Los mugrientos reflectores de estaño acanalado semejaban discos rutilantes de luz. El piso estaba cubierto de un aserrín ocre, salpicado en muchos sitios de barro y con manchones oscuros de licores derramados. Unos cuantos malayos, en cuclillas junto a un hornillo encendido de carbón vegetal, jugaban con fichas de hueso, enseñando al hablar los dientes blancos. En un rincón, sobre una mesa, con la cabeza escondida entre los brazos, yacía un marinero, y delante del mostrador, bárbaramente pintado, que ocupaba todo un lado, estaban dos mujeres demacradas haciendo burla de un viejo que cepillaba las mangas de su gabán con expresión de repugnancia.
Reclinado dentro del hansom, con el sombrero calado hasta las cejas, Dorian Gray miraba con ojos indiferentes la vergüenza sórdida de la gran ciudad, repitiéndose de cuando en cuando a sí mismo las palabras que le dijera Lord Henry el primer día que habló con él: "Curar el alma por medio de los sentidos, y los sentidos por medio del alma". Sí, ése era el secreto. Más de una vez lo había ensayado, y ahora lo ensayaría de nuevo. Había fumaderos de opio donde se podía comprar el olvido; antros de horror, donde la memoria de los pecados pretéritos podía ser anulada por la locura de los pecados presentes.
La luna pendía muy baja en el horizonte, como una amarilla calavera. De cuando en cuando, una vasta nube informe extendía un brazo y la ocultaba. Los mecheros de gas se hacían cada vez más escasos, y las calles cada vez más estrechas y oscuras. El cochero se perdió en aquel dédalo y tuvo que retroceder media milla para encontrar el camino. Del caballo, chapoteando en los charcos, se elevaba una especie de vaho. Los cristales laterales del hansom parecían forrados de huata gris por la bruma.
"Curar el alma por medio de los sentidos, y los sentidos por medio del alma..." ¡Cómo sonaban aquellas palabras en sus oídos! Sí, su alma se sentía mortalmente enferma. ¿Sería verdad que los sentidos podían curarla? Él había derramado sangre inocente. ¿Cómo expiar aquello?
¡Ay!, para aquello no había expiación alguna; pero, aunque el perdón fuera imposible, aún era posible el olvido, y él estaba resuelto a olvidar, a abolir aquello, a aplastarlo como se aplasta la víbora que nos ha mordido. Realmente, ¿qué derecho tenía Basil a hablarle del modo que lo hizo? Le había dicho cosas atroces, abominables, que no podían tolerarse.
El coche avanzaba, cada vez más despacio. Por lo menos, tal le parecía. Abrió la trampilla y gritó al cochero que fuese más deprisa.
Una terrible necesidad de opio empezó a remorderle. Le ardía la garganta, y sus manos delicadas se crispaban nerviosamente. Como un loco se puso a golpear al caballo con su bastón. El cochero se echó a reír, y fustigó al animal. Él, entonces, rió contestando, y el hombre calló.
El camino parecía interminable, y las calles como la tela negra de una araña invisible. La monotonía se hacía insoportable, y sintió miedo al ver espesarse la niebla.
Luego pasaron junto a unos tejares desiertos. La bruma era allí menos densa, y dejaba ver los extraños hornos en forma de botella con sus lenguas de fuego naranja en abanico. Un perro ladró al paso de ellos, y lejos, en la oscuridad, chilló una gaviota errante. El caballo tropezó en un releje, se desvió a un lado bruscamente y salió luego al galope.

Movíanse cual fantoches grotescos, y accionaban como seres vivos. Los detestó con toda su alma. Una rabia sorda había invadido su corazón. AI volver una esquina, una mujer les gritó algo desde el umbral de una puerta, y dos hombres echaron a correr detrás del hansom cerca de doscientas yardas. El cochero les azotó con la fusta.
Dicen que las pasiones nos hacen pensar en círculo. Y la verdad es que los labios mordidos de Dorian, una y otra vez repetían, con horrible insistencia, aquellas palabras especiosas sobre el alma y los sentidos, hasta haber encontrado en ellas la expresión absoluta, por decirlo así, de su estado de espíritu, y justificado, con su asentimiento intelectual, pasiones que, sin esa justificación, le habrían dominado lo mismo. De célula en célula se arrastraba en su cerebro un solo pensamiento; y un frenético deseo de vivir, el más terrible de todos los apetitos humanos, avivaba y encendía cada nervio y cada fibra de su ser.
La fealdad que antaño aborreciera, por prestar realidad a las cosas, le era ahora preciosa por la misma razón. La fealdad era lo único real.
Las disputas y pendencias groseras, los burdeles infectos, la cruda violencia de una vida de desorden, la misma vileza del ladrón y el proscrito, eran más vivas, en su intensa actualidad de impresión, que todas las formas graciosas del arte y las sombras de ensueño de la poesía. Eran lo que él necesitaba para olvidar. En tres días se vería libre.
De pronto, con un brusco tirón de riendas, paró el coche a la entrada de un sombrío callejón. Por encima de los tejados y de las chimeneas asomaban los mástiles negros de los barcos. Espirales de neblina se adherían, como velas espectrales, a las vergas.
-¿Es por aquí, verdad? -preguntó con voz ronca el cochero a través de la trampilla.
Dorian despertó sobresaltado de su abstracción y miró en torno suyo.
-Sí, aquí es -contestó, bajando apresuradamente del coche.
Y después de pagar lo ofrecido al cochero, encaminose rápidamente hacia el muelle.
De trecho en trecho brillaba una linterna en la popa de algún enorme navío mercante. La luz se quebraba y desmenuzaba en las aguas. A bordo de un trasatlántico, de escala hacia un puerto extranjero, que estaba carboneando, velase un resplandor rojo. El pavimento, resbaladizo, parecía un mojado capote.
Apretando el paso torció hacia la izquierda, mirando atrás, de cuando en cuando, para ver si lo seguían. Al cabo de siete u ocho minutos llegó frente a una casucha, de aspecto sórdido, enclavada entre dos fábricas miserables. En una de las ventanas superiores brillaba una lámpara. Se detuvo y llamó a la puerta de un modo especial.
Al poco tiempo oyó pasos en el portal y desenganchar la cadena. La puerta se abrió nuevamente, y Dorian entró sin decir palabra a la vaga figura inclinada que pareció incorporarse a la sombra para dejarle paso. Al extremo del aposento colgaba una cortina verde en jirones, que el viento que había entrado con él de la calle movía y agitaba. La apartó a un lado y entró en una habitación, baja de techo y muy larga, que parecía haber sido en otro tiempo un salón de baile de tercer orden.
Por todas partes ardían numerosos mecheros de gas, con una luz resplandeciente, que apagaban y deformaban los espejos, sucios de moscas, que tenían enfrente. Los mugrientos reflectores de estaño acanalado semejaban discos rutilantes de luz. El piso estaba cubierto de un aserrín ocre, salpicado en muchos sitios de barro y con manchones oscuros de licores derramados. Unos cuantos malayos, en cuclillas junto a un hornillo encendido de carbón vegetal, jugaban con fichas de hueso, enseñando al hablar los dientes blancos. En un rincón, sobre una mesa, con la cabeza escondida entre los brazos, yacía un marinero, y delante del mostrador, bárbaramente pintado, que ocupaba todo un lado, estaban dos mujeres demacradas haciendo burla de un viejo que cepillaba las mangas de su gabán con expresión de repugnancia.