Boris Pasternak
Libro segundo. Decimocuarta parte: De nuevo a Varíkino. 18.
¡¡ATENCIÓN!! El siguiente fragmento contiene el final del libro anterior a la última parte, la conclusión, incluyendo la muerte de uno de los personajes principales, por lo que recomiendo encarecidamente que quien esté interesado en leer El doctor Zhivago (o ver la película, aunque ésta obvia este pasaje) deje de leer ya y pase por alto esta entrada.
Uno de los personajes principales, locamente enamorado de la Antípova mencionada en la entrada anterior, ha pasado a formar parte de la guerra civil rusa (1917 - 1923) y varios de los mandatarios de su propio bando no cesarán hasta encontrarlo y ejecutarlo por los abusos que ha cometido. Condenado a muerte y sin encontrar a su amada Antípova, no sabe qué hacer. Se encuentra con Yuri, que le ha quitado a Antípova, aunque ésta ya ha huido a Extremo Oriente por el conflicto. Yuri y él hablan de ella. Él sabe que le ha sido infiel y también sabe que los militares le pisan los talones.
Por fin Yuri consiguió dormir como es debido. Por primera vez en mucho tiempo concilió el sueño sin darse cuenta, apenas tumbarse en la cama. Strélnikov se había quedado a pasar la noche. Yuri Andréyevich lo instaló en la habitación de al lado. En los breves instantes en que Yuri Andréyevich se despertaba para volverse al otro lado o para echarse encima la manta que se había caído al suelo, sentía la fuerza reconfortante de un sueño reparador y con placer se dormía de nuevo. En la segunda mitad de la noche empezó a tener sueños cortos, que mutaban rápidamente, de los tiempos de su infancia, comprensibles y ricos en detalles, que podían confundirse con la realidad.
Así, por ejemplo, una acuarela hecha por su madre del litoral italiano, que pendía de la pared, en el sueño, de prontó se descolgó, cayó al suelo y el ruido de cristales rotos despertó a Yuri Andreyévich. Abrió los ojos. No. Era otra cosa. Era probablemente Antípov, el marido de Lara, Pável Pávlovich, Strélnikov, que de nuevo, como decía Vakj, asustaba a los lobos de Shutmá. Pero no, ¡qué desastre! El cuadro había caído de veras de la pared. Estaba hecho pedazos en el suelo, comprobó cautivo nuevamente del sueño, que se prolongaba.

De pronto recordó: «Strélnikov ha pasado aquí la noche. Ya es tarde. Tengo que vestirme. Seguro que ya se ha levantado y, si no lo ha hecho, lo despertaré yo, prepararé café y lo tomaremos juntos».
-¡Pável Pávlovich!
Ninguna respuesta. «Eso es que aún duerme. Tiene el sueño pesado».
Sin apresurarse se vistió y pasó a la habitación contigua. Sobre la mesa estaba la birretina militar de Strélnikov, pero él no estaba en casa. «Debe de haber salido a pasear -pensó el doctor-. Y sin gorro. Quiere templarse. Pero hoy habría que despedirse en Varíkino y volver a la ciudad. Es tarde. De nuevo he dormido demasiado. Cada mañana me sucede lo mismo».
Yuri Andréyevich encendió el fuego en la cocina, tomó un cubo y fue a buscar agua. A pocos pasos de la entrada, de través en el sendero, caído y con la cabeza apoyada en un montón de nieve, yacía Pável Pávlovich. La nieve bajo su sien izquierda se había condensado en un grumo rojo, hundido en un charco de sangre acumulada. Las minúsculas gotas de sangre que habían salpicado a un lado habían rodado por la nieve formando unas bolitas rojas, parecidas a las bayas de un serbal helado.