viernes, 5 de diciembre de 2014

Asustando a los lobos.

El doctor Zhivago
Boris Pasternak
Libro segundo. Decimocuarta parte: De nuevo a Varíkino. 18.

¡¡ATENCIÓN!! El siguiente fragmento contiene el final del libro anterior a la última parte, la conclusión, incluyendo la muerte de uno de los personajes principales, por lo que recomiendo encarecidamente que quien esté interesado en leer El doctor Zhivago (o ver la película, aunque ésta obvia este pasaje) deje de leer ya y pase por alto esta entrada.
Uno de los personajes principales, locamente enamorado de la Antípova mencionada en la entrada anterior, ha pasado a formar parte de la guerra civil rusa (1917 - 1923) y varios de los mandatarios de su propio bando no cesarán hasta encontrarlo y ejecutarlo por los abusos que ha cometido. Condenado a muerte y sin encontrar a su amada Antípova, no sabe qué hacer. Se encuentra con Yuri, que le ha quitado a Antípova, aunque ésta ya ha huido a Extremo Oriente por el conflicto. Yuri y él hablan de ella. Él sabe que le ha sido infiel y también sabe que los militares le pisan los talones.

Por fin Yuri consiguió dormir como es debido. Por primera vez en mucho tiempo concilió el sueño sin darse cuenta, apenas tumbarse en la cama. Strélnikov se había quedado a pasar la noche. Yuri Andréyevich lo instaló en la habitación de al lado. En los breves instantes en que Yuri Andréyevich se despertaba para volverse al otro lado o para echarse encima la manta que se había caído al suelo, sentía la fuerza reconfortante de un sueño reparador y con placer se dormía de nuevo. En la segunda mitad de la noche empezó a tener sueños cortos, que mutaban rápidamente, de los tiempos de su infancia, comprensibles y ricos en detalles, que podían confundirse con la realidad.
Así, por ejemplo, una acuarela hecha por su madre del litoral italiano, que pendía de la pared, en el sueño, de prontó se descolgó, cayó al suelo y el ruido de cristales rotos despertó a Yuri Andreyévich. Abrió los ojos. No. Era otra cosa. Era probablemente Antípov, el marido de Lara, Pável Pávlovich, Strélnikov, que de nuevo, como decía Vakj, asustaba a los lobos de Shutmá. Pero no, ¡qué desastre! El cuadro había caído de veras de la pared. Estaba hecho pedazos en el suelo, comprobó cautivo nuevamente del sueño, que se prolongaba.
Se despertó con dolor de cabeza por haber dormido demasiado. No se dio cuenta enseguida de quién era y de dónde estaba, ni en qué mundo se encontraba.
De pronto recordó: «Strélnikov ha pasado aquí la noche. Ya es tarde. Tengo que vestirme. Seguro que ya se ha levantado y, si no lo ha hecho, lo despertaré yo, prepararé café y lo tomaremos juntos».
-¡Pável Pávlovich!
Ninguna respuesta. «Eso es que aún duerme. Tiene el sueño pesado».
Sin apresurarse se vistió y pasó a la habitación contigua. Sobre la mesa estaba la birretina militar de Strélnikov, pero él no estaba en casa. «Debe de haber salido a pasear -pensó el doctor-. Y sin gorro. Quiere templarse. Pero hoy habría que despedirse en Varíkino y volver a la ciudad. Es tarde. De nuevo he dormido demasiado. Cada mañana me sucede lo mismo».
Yuri Andréyevich encendió el fuego en la cocina, tomó un cubo y fue a buscar agua. A pocos pasos de la entrada, de través en el sendero, caído y con la cabeza apoyada en un montón de nieve, yacía Pável Pávlovich. La nieve bajo su sien izquierda se había condensado en un grumo rojo, hundido en un charco de sangre acumulada. Las minúsculas gotas de sangre que habían salpicado a un lado habían rodado por la nieve formando unas bolitas rojas, parecidas a las bayas de un serbal helado.

La primavera.

El doctor Zhivago
Boris Pasternak
Libro segundo. Novena parte: Varíkino. 13.

El argumento de este libro no debería ser ningún secreto, ya que aunque se haya nacido mucho después del estreno de la mítica película, su versión en el cine es archiconocida y un clásico para cualquier cinéfilo. Nos situamos en la Rusia en plena Revolución; nuestros protagonistas se han visto obligados a marcharse a pueblos perdidos de más allá de los Urales y se ganan la vida como pueden.

Era un frío y ventoso día de principios de mayo. Después de haber llevado a cabo varias gestiones en la ciudad y de haberse asomado un momento por la biblioteca, Yuri Andréyevich cambió inesperadamente de planes y decidió ir a ver a Antípova.
A menudo el viento le impedía avanzar y le obstaculizaba el camino con nubes de polvo y arena. El doctor se volvía, entrecerraba los ojos, inclinaba la cabeza, esperando que el polvo pasara, y seguía andando.
Antípova vivía en la esquina de la calle Kupécheskaya con el callejón Novosválochni, delante de la Casa de las Estatuas, de color oscuro tirando a azul, y que ahora el doctor veía por primera vez. La casa hacía honor a su nombre, y producía una impresión extraña e inquietante.
Toda la planta superior estaba adornada por cariátides mitológicas, figuras de mujer de una estatura una vez y media mayores que el natural. Entre dos ráfagas de viento que le ocultaron la fachada, por un instante el doctor tuvo la impresión de que toda la población femenina de la casa había salido al balcón y, apoyadas en la baranda, lo miraban a él y a la calle Kupécheskaya, que se extendía hacia abajo.
La casa de Antípova tenía dos entradas: la principal, en la calle, y la que daba al patio, en el callejón. Desconociendo la existencia de la primera, Yuri Andréyevich tomó la segunda.
Cuando entró desde el callejón en el patio, el viento levantó hacia el cielo tierra e inmundicia de todo el patio, ocultándolo a los ojos del doctor. Tras aquel negro telón, por entre sus piernas, se lanzaron cloqueando unas gallinas, que buscaban refugio del gallo que les iba a la zaga.
Cuando la nube de polvo se hubo disipado, el doctor vio a Antípova al lado del pozo. El torbellino la había sorprendido con dos cubos llenos de agua y la barra sobre el hombro izquierdo. Se había anudado a toda prisa un pañuelo en la cabeza, para proteger sus cabellos del polvo, con un nudo sobre la frente, como una campesina, y apretaba entre las rodillas el dobladillo del vestido hinchado por el viento para que no se le levantase. Se estaba dirigiendo hacia casa con el agua, pero se detuvo, retenida por una nueva ráfaga de viento que le arrebató el pañuelo de la cabeza, le zarandeó los cabellos y arrastró el pañuelo hacia el rincón de la empalizada, donde las gallinas aún cacareaban.
Yuri Andréyevich corrió tras el pañuelo, lo recogió, se acercó al pozo y se lo entregó a la aturdida Antípova. Siempre fiel a su naturalidad, no soltó ninguna exclamación que traicionase su asombro. Se limitó a decir:
-¡Zhivago!
[...]