viernes, 5 de diciembre de 2014

La primavera.

El doctor Zhivago
Boris Pasternak
Libro segundo. Novena parte: Varíkino. 13.

El argumento de este libro no debería ser ningún secreto, ya que aunque se haya nacido mucho después del estreno de la mítica película, su versión en el cine es archiconocida y un clásico para cualquier cinéfilo. Nos situamos en la Rusia en plena Revolución; nuestros protagonistas se han visto obligados a marcharse a pueblos perdidos de más allá de los Urales y se ganan la vida como pueden.

Era un frío y ventoso día de principios de mayo. Después de haber llevado a cabo varias gestiones en la ciudad y de haberse asomado un momento por la biblioteca, Yuri Andréyevich cambió inesperadamente de planes y decidió ir a ver a Antípova.
A menudo el viento le impedía avanzar y le obstaculizaba el camino con nubes de polvo y arena. El doctor se volvía, entrecerraba los ojos, inclinaba la cabeza, esperando que el polvo pasara, y seguía andando.
Antípova vivía en la esquina de la calle Kupécheskaya con el callejón Novosválochni, delante de la Casa de las Estatuas, de color oscuro tirando a azul, y que ahora el doctor veía por primera vez. La casa hacía honor a su nombre, y producía una impresión extraña e inquietante.
Toda la planta superior estaba adornada por cariátides mitológicas, figuras de mujer de una estatura una vez y media mayores que el natural. Entre dos ráfagas de viento que le ocultaron la fachada, por un instante el doctor tuvo la impresión de que toda la población femenina de la casa había salido al balcón y, apoyadas en la baranda, lo miraban a él y a la calle Kupécheskaya, que se extendía hacia abajo.
La casa de Antípova tenía dos entradas: la principal, en la calle, y la que daba al patio, en el callejón. Desconociendo la existencia de la primera, Yuri Andréyevich tomó la segunda.
Cuando entró desde el callejón en el patio, el viento levantó hacia el cielo tierra e inmundicia de todo el patio, ocultándolo a los ojos del doctor. Tras aquel negro telón, por entre sus piernas, se lanzaron cloqueando unas gallinas, que buscaban refugio del gallo que les iba a la zaga.
Cuando la nube de polvo se hubo disipado, el doctor vio a Antípova al lado del pozo. El torbellino la había sorprendido con dos cubos llenos de agua y la barra sobre el hombro izquierdo. Se había anudado a toda prisa un pañuelo en la cabeza, para proteger sus cabellos del polvo, con un nudo sobre la frente, como una campesina, y apretaba entre las rodillas el dobladillo del vestido hinchado por el viento para que no se le levantase. Se estaba dirigiendo hacia casa con el agua, pero se detuvo, retenida por una nueva ráfaga de viento que le arrebató el pañuelo de la cabeza, le zarandeó los cabellos y arrastró el pañuelo hacia el rincón de la empalizada, donde las gallinas aún cacareaban.
Yuri Andréyevich corrió tras el pañuelo, lo recogió, se acercó al pozo y se lo entregó a la aturdida Antípova. Siempre fiel a su naturalidad, no soltó ninguna exclamación que traicionase su asombro. Se limitó a decir:
-¡Zhivago!
[...]

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