Oscar Wilde
Carta desde la cárcel de Reading a lord Alfred Douglas 'Bosie' (1895).
Ya he mencionado este libro, que en principio se escribió únicamente como carta de Wilde a su amante, cuya relación lo había hecho acabar en la cárcel en la época victoriana, carta publicada de manera póstuma, pues el autor no tenía ninguna intención de lucrarse con ella ni publicarla; tan sólo quería que 'Bosie' la leyera, cosa que no sabemos si llegó a hacer. Lord Alfred Douglas hizo a Wilde pasar por todo tipo de sufrimientos sentimentales y, como todo enamorado, Wilde siempre volvía a él. Veamos ahora uno de muchos ejemplos de esa relación mezcla de amor, locura y rencores.
Me hallaba yo entonces ocupado en terminar mi última obra en la soledad de Worthing. Ya me habías visitado dos veces. En esto, te presentas de repente por tercera vez, trayendo a un compañero tuyo, el cual -me lo propusiste con toda seriedad- había de vivir en mi casa. Me negué a ello rotundamente; ahora no podrás por menos de reconocer con cuánta razón. Claro está que yo sufragué todos sus gastos: no me quedaba otra disyuntiva. Mas ello en otro punto, no en mi misma casa. Al día siguiente, que era un lunes, tu compañero tornó a las obligaciones de su profesión y tú te quedaste conmigo. Hastiado de Worthing, y seguramente más todavía de mis vanos intentos por concentrar mi atención en mi obra -única cosa que en aquel momento realmente me preocupaba-, insistes en que me vaya al Grand Hotel de Brighton. La noche de nuestra llegada caes enfermo con esa fiebre terrible y deprimente, estúpidamente llamada influenza. Era tu segundo o tu tercer ataque. No he de recordarte cómo te asistí, cómo te cuidé, no sólo dándote todos los mimos, regalándote con frutas, flores, libros y demás cosas que pueden obtenerse con dinero, sino también con aquella delicadeza y ese cariño que el dinero, pienses lo que pienses, no permite adquirir. Salvo un paseo por la mañana y otro paseo en coche por la tarde, ni un momento me ausenté del hotel. Las uvas del hotel no te gustaban; mandé traer otras de Londres especialmente para ti; inventé toda clase de distracciones, permanecí constantemente a tu lado o en la habitación contigua, para tranquilizarte o para entretenerte.
Después de cuatro o cinco días te restableciste y yo entonces alquilo varias habitaciones amuebladas para terminar mi obra. Claro es que tú me acompañas.
A la mañana siguiente caigo gravemente enfermo. Tú marchas a Londres para tus asuntos, pero prometiéndome estar de vuelta por la tarde. En Londres te encuentras con un amigo, y hasta el día siguiente, a última hora, no regresas a Brighton. Me encuentras con una fiebre altísima y el médico afirma que me has contagiado la influenza. Nada más incómodo para un enfermo que habitaciones alquiladas amuebladas. Mi cuarto de trabajo está en el primer piso; mi alcoba, en el tercero. No hay allí ningún criado que pueda prestarme ninguna asistencia, ni siquiera alguien a quien pueda mandar a un recado o a buscar lo que ha recetado el médico. Pero tú estás conmigo y yo me siento amparado.
![]() |
Oscar Wilde (izquierda) y lord Alfred Douglas (derecha), circa 1893. |
El sábado por la tarde -desde por la mañana me habías dejado completamente solo y sin asistencia ninguna- te supliqué que volvieses después de la comida y me hicieses un poco de compañía. Así me lo prometes en tono brusco y violento. Hasta las once te estoy esperando y tú sin aparecer. Yo entonces te dejo unas líneas en tu cuarto para recordarte aquella promesa tuya y tu modo de cumplirla. A las tres de la madrugada, no pudiendo dormirme y torturado por la sed, me dirijo, a través del frío y las tinieblas, hacia mi cuarto de trabajo, con la esperanza de encontrar allí un poco de agua. Allí estabas tú. Te precipitaste sobre mí con todos los insultos de que es capaz el peor humor y la más indisciplinada e indomable naturaleza. La terrible alquimia del egoísmo te hacía transformar en irritación tus remordimientos. Me llamaste egoísta por querer tenerte junto a mí durante la enfermedad, me reprochaste el interponerme entre tú y tus diversiones, el intentar alejarte de tus amigos; me dijiste -y sé que aquello es la verdad escueta- que habías vuelto a casa a medianoche simplemente para mudarte de ropa y tornar después inmediatamente allí donde sabías te esperaban nuevas alegrías, pero aquella carta que yo había dejado para ti en la cual te recordaba que me habías tenido abandonado todo el día, te había quitado las ganas de más diversiones, menguando tu disposición para nuevos placeres.
Asqueado, subí nuevamente a mi cuarto, en donde permanecí sin poder dormir hasta el amanecer, y hasta mucho después no me fue posible tomar nada que apagase la sed de mi fiebre.
A la mañana siguiente ya eras otra vez tú. Yo, naturalmente, esperaba oír de ti las disculpas que habías de alegar, y quería saber cómo te las arreglarías para obtener mi perdón, que de sobra sabías te daría de corazón, me hicieses lo que me hicieses. Tu confianza absoluta en que yo siempre habría de perdonarte era la cualidad que más me agradaba en ti desde siempre, tal vez la mejor cualidad que yo te reconocía. Mas, lejos de lo que esperaba, repetiste el escándalo de por la noche, con, si cabe, aun mayor arrogancia y violencia. Por último, hube de mandarte salir de mi cuarto; hiciste como que me obedecías y, empero, cuando alcé la cabeza de la almohada, en la cual la tenía hundida, todavía estabas allí. Bruscamente, con risa sardónica de histérica irritación te dirigiste hacia mí. Sobrecogiome un sentimiento de repulsión: no sabría decir exactamente el motivo que a ello me indujo, pero lo cierto es que salté al punto de la cama y que descalzo, tal como estaba, bajé vacilante los dos pisos que separaban del cuarto de trabajo, que no abandoné hasta que el dueño de la casa, que vino porque llamé al timbre, húbome asegurado que habías salido de mi alcoba y prometido, para mi tranquilidad, permanecer al alcance de mi voz.
Tras una hora -durante la cual vino el médico, que, naturalmente, me halló en un estado de completa postración nerviosa y con una temperatura más elevada que la que había tenido al principio- volviste tú. Volviste por dinero. Sin decir una palabra te apoderaste de cuanto hallaste a mano en el tocador y encima de la chimenea, y te marchaste de casa llevándote tu equipaje.
¿Necesito decir lo que pensé de ti en los dos días siguientes, en aquellos dos días solitarios y miserables de mi enfermedad?
¿Necesito explicar cómo comprendí entonces claramente que era bochornoso para mí seguir tratando a un hombre cual el que tú habías revelado ser?
No hay comentarios:
Publicar un comentario