Amin Maalouf
Epílogo
Lo único que tengo que decir de este texto es que tuve que leer este libro hace poco para la carrera y que, gracias a este epílogo, entiendo que las cosas no son ni tan sencillas ni tan complejas como muchas veces creemos por ignorar ciertas cosas que no están en los libros.
En apariencia, el mundo árabe acababa de conseguir una brillante victoria. Si
Occidente pretendía, con sus sucesivas invasiones, contener el empuje del Islam, el
resultado fue precisamente el contrario. Los musulmanes no sólo habían arrancado de
raíz los Estados francos de Oriente tras dos siglos de colonización, sino que, además, se
habían recuperado tan bien que se aprestaban a lanzarse de nuevo, bajo el estandarte
de los turcos otomanos, a la conquista de la propia Europa. En 1453, Constantinopla
caía en sus manos; en 1529, sus jinetes estaban acampados ante las murallas de Viena.
Decíamos que se trataba de una simple apariencia, pues desde la perspectiva
histórica se comprueba que en la época de las cruzadas, el mundo árabe, desde España
hasta Irak, es aún, intelectual y materialmente, el depositario de la civilización más
avanzada del planeta. Después, el centro del mundo se desplaza de forma decidida
hacia el oeste. ¿Se da aquí una relación de causa a efecto? ¿Puede llegarse a afirmar que
las cruzadas dieron la señal para el auge de Europa occidental —que iba a dominar el
mundo de forma progresiva— y fueron el toque de difuntos de la civilización árabe?
Esta opinión no es falsa, pero hay que matizarla. Los árabes padecían, desde antes
de las cruzadas, determinadas «taras» que la presencia franca desveló y quizá agravó,
pero que no creó de la nada.
El pueblo del Profeta había perdido, ya desde el siglo IX, el control de su destino.
Prácticamente todos sus dirigentes eran extranjeros. ¿Quiénes eran árabes entre esa
muchedumbre de personajes que hemos visto desfilar a lo largo de dos siglos de
ocupación franca? Los cronistas, los cadíes, algunos reyezuelos locales —Ibn Amar, Ibn
Muqidh— y los inútiles califas. Pero los depositarios reales del poder e incluso los
principales héroes de la lucha contra los frany —Zangi, Nur al‐Din, Qutuz, Baybars,
Qalaun— eran turcos; al‐Afdal era armenio; Shirkuh, Saladino, al‐Adel, al‐Kamel eran
kurdos. Cierto es que la mayor parte de esos hombres de Estado eran árabes cultural y
efectivamente, pero no olvidemos que hemos visto en 1134 al sultán Masud discutir
con el califa al‐Mustarshid utilizando un intérprete porque el selyúcida, transcurridos
ochenta años desde la toma de Bagdad por su clan, seguía sin hablar una palabra de
árabe. Lo que es más grave aún: gran número de guerreros de las estepas, sin ningún
vínculo con las civilizaciones árabes o mediterráneas, se iban integrando de forma
regular en la casta militar dirigente. Dominados, oprimidos, despreciados, extraños en
su propia tierra, los árabes no podían proseguir su florecimiento cultural que había
comenzado en el siglo VII. Cuando llegan los frany, ya han dejado de progresar y se
conforman con vivir de las rentas del pasado, y, aunque es cierto que todavía iban
claramente por delante de esos invasores en casi todos los aspectos, ya había
empezado su ocaso.
La segunda «tara» de los árabes, que no deja de tener relación con la primera,
consiste en su incapacidad para crear instituciones estables. Los frany consiguieron
crear, nada más llegar a Oriente, verdaderos Estados. En Jerusalén, generalmente la
sucesión se producía sin tropiezos; un consejo del reino ejercía un control efectivo en la
política del monarca y el clero desempeñaba un papel reconocido en el juego del
poder. En los Estados musulmanes no sucede nada de esto, toda monarquía estaba
amenazada a la muerte del monarca, toda transmisión del poder provocaba una guerra
civil. ¿Hay que echarle toda la culpa de este fenómeno a las sucesivas invasiones que
volvían a cuestionar constantemente la propia existencia de los Estados? ¿Hay que
responsabilizar de ello a los orígenes nómadas de los pueblos que dominaron esta
región, se trate de los propios árabes, de los turcos o de los mogoles? En este epílogo
no se puede zanjar tal cuestión. Contentémonos con dejar sentado que se sigue
planteando, en términos casi iguales, en el mundo árabe de finales del siglo XX.
La ausencia de instituciones estables y reconocidas no podía dejar de tener
consecuencias en lo tocante a las libertades. Entre los occidentales, el poder de los
monarcas se rige, en la época de las cruzadas, por principios que es difícil vulnerar.
Usama hace la observación, durante una visita al reino de Jerusalén, de que «cuando
los caballeros dictan una sentencia, el rey no puede modificarla ni anularla.» Aún más
significativo es el siguiente testimonio de Ibn Yubayr en los últimos días de su viaje a
Oriente:
"Al salir de Tibnin (cerca de Tiro), hemos cruzado una ininterrumpida serie de
casas de labor y de aldeas con tierras eficazmente explotadas. Sus habitantes son

de las tentaciones! Sus viviendas les pertenecen y les han dejado todos sus
bienes. Todas las regiones controladas por los frany en Siria se ven sometidas a
este mismo régimen: las propiedades rurales, aldeas y casas de labor han
quedado en manos de los musulmanes. Ahora bien, la duda penetra en el
corazón de gran número de estos hombres cuando comparan su suerte con la de
sus hermanos que viven en territorio musulmán. Estos últimos padecen la
injusticia de sus correligionarios mientras que los frany actúan con equidad".
Hace bien en preocuparse Ibn Yubayr, pues acaba de descubrir, en los caminos del
actual sur del Líbano, una realidad preñada de consecuencias: aun cuando el concepto
de la justicia entre los frany presente algunos aspectos que podrían calificarse de
«bárbaros», como destaca Usama, su sociedad tiene la ventaja de ser «distribuidora de
derechos». Es cierto que aún no existe la noción de ciudadano, pero los feudales, los
caballeros, el clero, la universidad, los burgueses e incluso los campesinos infieles
tienen todos unos derechos claramente establecidos. En el Oriente árabe, el
procedimiento de los tribunales es más racional; sin embargo, no existe límite alguno
para el poder arbitrario del príncipe. Ello sólo podía suponer un retraso para el
desarrollo de las ciudades comerciales así como para la evolución de las ideas.
La reacción de Ibn Yubayr merece incluso un examen más atento. Aunque tiene la
honradez de reconocer las cualidades del «enemigo maldito», se deshace luego en
imprecaciones, estimando que la equidad de los frany y su buena administración
constituyen un peligro mortal para los musulmanes. ¿Acaso éstos no corren el riesgo
de dar la espalda a sus correligionarios —y a su religión— si hallan el bienestar en la
sociedad franca? Por comprensible que sea, la actitud del viajero no deja de ser
sintomática de un mal que padecen sus hermanos: durante todas las cruzadas, los
árabes se negaron a abrirse a las ideas llegadas de Occidente. Y, probablemente, éste es
el efecto más desastroso de las agresiones de que fueron víctimas. Para el invasor
aprender la lengua del pueblo conquistado constituye una habilidad: para este último,
aprender la lengua del conquistador supone un compromiso, incluso una traición. De
hecho, muchos frany aprendieron el árabe mientras que los indígenas, salvo algunos
cristianos, permanecieron impermeables a los idiomas de los occidentales.
Se podrían multiplicar los ejemplos pues, en todos los terrenos, los frany han
aprendido de los árabes, tanto en Siria como en España o en Sicilia. Y lo que de ellos
aprendieron era indispensable para su ulterior expansión. Si se transmitió la herencia
de la civilización griega a Europa occidental fue a través de los árabes, traductores y
continuadores. En medicina, astronomía, química, geografía, matemáticas y
arquitectura, los frany adquirieron sus conocimientos en los libros árabes que
asimilaron, imitaron y luego superaron. ¡Cuántas palabras dan aún testimonio de ello:
cénit, nadir, acimut, álgebra, algoritmo o, sencillamente, «cifra»! En lo tocante a la
industria, los europeos tomaron, antes de mejorarlos, los procedimientos que
utilizaban los árabes para fabricar papel, trabajar el cuero y los tejidos, destilar el
alcohol y el azúcar —otras dos palabras tomadas del árabe. Tampoco se puede olvidar
hasta qué punto se ha enriquecido también la agricultura europea en contacto con
Oriente: albaricoques, berenjenas, escaloñas, naranjas, sandías... La lista de palabras
«árabes» es interminable.
Mientras que, para Europa occidental, la época de las cruzadas era el comienzo de
una verdadera revolución, a la vez económica y cultural, en Oriente estas guerras
santas iban a desembocar en largos siglos de decadencia y oscurantismo. Asediado por
doquier, el mundo musulmán se encierra en sí mismo, se ha vuelto friolero, defensivo,
intolerante, estéril, otras tantas actitudes que se agravan a medida que prosigue la
evolución del planeta de la que se siente al margen. A partir de entonces, el progreso
será algo ajeno, al igual que el modernismo. ¿Era necesario afirmar la propia identidad
cultural y religiosa rechazando ese modernismo cuyo símbolo era Occidente? ¿Era
necesario, por el contrario, emprender resueltamente el camino de la modernización
corriendo el riesgo de perder la propia identidad? Ni Irán ni Turquía ni el mundo
árabe han conseguido resolver este dilema; por ello seguimos asistiendo hoy en día a
una alternancia con frecuencia brutal entre fases de occidentalización forzada y fases
de integrismo a ultranza fuertemente xenófobo.
El mundo árabe, fascinado y a la vez espantado por esos frany a los que ha conocido
cuando eran unos bárbaros, a los que ha vencido, pero que, después, han conseguido
dominar la tierra, no puede decidirse a considerar las cruzadas como un simple
episodio de un pasado que no volverá. Con frecuencia sorprende descubrir hasta qué
punto la actitud de los árabes, y de los musulmanes en general, respecto a Occidente
sigue, incluso hoy, bajo la influencia de los acontecimientos que se supone terminaron
hace siete siglos.
Ahora bien, en vísperas del tercer milenio, los responsables religiosos y políticos del
mundo árabe se remiten constantemente a Saladino, a la caída de Jerusalén y a su
reconquista. Se asimila a Israel, tanto de forma popular como en algunos discursos
oficiales, a un nuevo Estado de cruzados. De las tres divisiones del Ejército de
Liberación Palestina, uno lleva el nombre de Hattina y otra el de Ain Yalut. Al
presidente Nasser, en sus tiempos de gloria, lo comparaban de manera habitual con
Saladino que, como él, había reunido Siria y Egipto —¡e incluso Yemen!—. En cuanto a
la expedición de Suez de 1956 se vivió, al igual que la de 1191, como una cruzada
dirigida por franceses e ingleses.
Cierto es que los parecidos llaman la atención. ¿Cómo no pensar en el presidente
Sadat al escuchar a Sibt Ibn al‐Yawzi denunciar ante el pueblo de Damasco la
«traición» del señor de El Cairo, al‐Kamel, que osó reconocer la soberanía del enemigo
sobre la Ciudad Santa? ¿Cómo distinguir el pasado del presente cuando se considera la
lucha entre Damasco y Jerusalén por el control del Golán o de la Bekaa? ¿Cómo no
quedarse pensativo al leer las reflexiones de Usama acerca de la superioridad militar
de los invasores?
En un mundo musulmán víctima de perpetuas agresiones, no se puede impedir que
salga a flote un sentimiento de persecución que adquiere, en algunos fanáticos, la
forma de una peligrosa obsesión: ¿acaso no vimos al turco Mehemet Ali Agka disparar
al papa el 13 de mayo de 1981 tras haber explicado en una carta: He decidido matar a
Juan Pablo II, comandante supremo de los cruzados? Más allá del hecho individual,
está claro que el Oriente árabe sigue viendo en Occidente un enemigo natural.
Cualquier acto hostil contra él, sea político, militar o relacionado con el petróleo, no es
más que una legítima revancha; y no cabe duda de que la quiebra entre estos dos
mundos viene de la época de las cruzadas, que aún hoy los árabes consideran una
violación.