lunes, 12 de octubre de 2015

Si la envidia fuera tiña II

Las cruzadas vistas por los árabes
Amin Maalouf
Epílogo

Lo único que tengo que decir de este texto es que tuve que leer este libro hace poco para la carrera y que, gracias a este epílogo, entiendo que las cosas no son ni tan sencillas ni tan complejas como muchas veces creemos por ignorar ciertas cosas que no están en los libros.

En apariencia, el mundo árabe acababa de conseguir una brillante victoria. Si
Occidente pretendía, con sus sucesivas invasiones, contener el empuje del Islam, el
resultado fue precisamente el contrario. Los musulmanes no sólo habían arrancado de
raíz los Estados francos de Oriente tras dos siglos de colonización, sino que, además, se
habían recuperado tan bien que se aprestaban a lanzarse de nuevo, bajo el estandarte
de los turcos otomanos, a la conquista de la propia Europa. En 1453, Constantinopla
caía en sus manos; en 1529, sus jinetes estaban acampados ante las murallas de Viena.
Decíamos que se trataba de una simple apariencia, pues desde la perspectiva
histórica se comprueba que en la época de las cruzadas, el mundo árabe, desde España
hasta Irak, es aún, intelectual y materialmente, el depositario de la civilización más
avanzada del planeta. Después, el centro del mundo se desplaza de forma decidida
hacia el oeste. ¿Se da aquí una relación de causa a efecto? ¿Puede llegarse a afirmar que
las cruzadas dieron la señal para el auge de Europa occidental —que iba a dominar el
mundo de forma progresiva— y fueron el toque de difuntos de la civilización árabe?
Esta opinión no es falsa, pero hay que matizarla. Los árabes padecían, desde antes
de las cruzadas, determinadas «taras» que la presencia franca desveló y quizá agravó,
pero que no creó de la nada.
El pueblo del Profeta había perdido, ya desde el siglo IX, el control de su destino.
Prácticamente todos sus dirigentes eran extranjeros. ¿Quiénes eran árabes entre esa
muchedumbre de personajes que hemos visto desfilar a lo largo de dos siglos de
ocupación franca? Los cronistas, los cadíes, algunos reyezuelos locales —Ibn Amar, Ibn
Muqidh— y los inútiles califas. Pero los depositarios reales del poder e incluso los
principales héroes de la lucha contra los frany —Zangi, Nur al‐Din, Qutuz, Baybars,
Qalaun— eran turcos; al‐Afdal era armenio; Shirkuh, Saladino, al‐Adel, al‐Kamel eran
kurdos. Cierto es que la mayor parte de esos hombres de Estado eran árabes cultural y
efectivamente, pero no olvidemos que hemos visto en 1134 al sultán Masud discutir
con el califa al‐Mustarshid utilizando un intérprete porque el selyúcida, transcurridos
ochenta años desde la toma de Bagdad por su clan, seguía sin hablar una palabra de
árabe. Lo que es más grave aún: gran número de guerreros de las estepas, sin ningún
vínculo con las civilizaciones árabes o mediterráneas, se iban integrando de forma
regular en la casta militar dirigente. Dominados, oprimidos, despreciados, extraños en
su propia tierra, los árabes no podían proseguir su florecimiento cultural que había
comenzado en el siglo VII. Cuando llegan los frany, ya han dejado de progresar y se
conforman con vivir de las rentas del pasado, y, aunque es cierto que todavía iban
claramente por delante de esos invasores en casi todos los aspectos, ya había
empezado su ocaso.
La segunda «tara» de los árabes, que no deja de tener relación con la primera,
consiste en su incapacidad para crear instituciones estables. Los frany consiguieron
crear, nada más llegar a Oriente, verdaderos Estados. En Jerusalén, generalmente la
sucesión se producía sin tropiezos; un consejo del reino ejercía un control efectivo en la
política del monarca y el clero desempeñaba un papel reconocido en el juego del
poder. En los Estados musulmanes no sucede nada de esto, toda monarquía estaba
amenazada a la muerte del monarca, toda transmisión del poder provocaba una guerra
civil. ¿Hay que echarle toda la culpa de este fenómeno a las sucesivas invasiones que
volvían a cuestionar constantemente la propia existencia de los Estados? ¿Hay que
responsabilizar de ello a los orígenes nómadas de los pueblos que dominaron esta
región, se trate de los propios árabes, de los turcos o de los mogoles? En este epílogo
no se puede zanjar tal cuestión. Contentémonos con dejar sentado que se sigue
planteando, en términos casi iguales, en el mundo árabe de finales del siglo XX.
La ausencia de instituciones estables y reconocidas no podía dejar de tener
consecuencias en lo tocante a las libertades. Entre los occidentales, el poder de los
monarcas se rige, en la época de las cruzadas, por principios que es difícil vulnerar.
Usama hace la observación, durante una visita al reino de Jerusalén, de que «cuando
los caballeros dictan una sentencia, el rey no puede modificarla ni anularla.» Aún más
significativo es el siguiente testimonio de Ibn Yubayr en los últimos días de su viaje a
Oriente:

"Al salir de Tibnin (cerca de Tiro), hemos cruzado una ininterrumpida serie de
casas de labor y de aldeas con tierras eficazmente explotadas. Sus habitantes son
todos ellos musulmanes pero viven con bienestar entre los frany ¡Dios nos libre
de las tentaciones! Sus viviendas les pertenecen y les han dejado todos sus
bienes. Todas las regiones controladas por los frany en Siria se ven sometidas a
este mismo régimen: las propiedades rurales, aldeas y casas de labor han
quedado en manos de los musulmanes. Ahora bien, la duda penetra en el
corazón de gran número de estos hombres cuando comparan su suerte con la de
sus hermanos que viven en territorio musulmán. Estos últimos padecen la
injusticia de sus correligionarios mientras que los frany actúan con equidad".

Hace bien en preocuparse Ibn Yubayr, pues acaba de descubrir, en los caminos del
actual sur del Líbano, una realidad preñada de consecuencias: aun cuando el concepto
de la justicia entre los frany presente algunos aspectos que podrían calificarse de
«bárbaros», como destaca Usama, su sociedad tiene la ventaja de ser «distribuidora de
derechos». Es cierto que aún no existe la noción de ciudadano, pero los feudales, los
caballeros, el clero, la universidad, los burgueses e incluso los campesinos infieles
tienen todos unos derechos claramente establecidos. En el Oriente árabe, el
procedimiento de los tribunales es más racional; sin embargo, no existe límite alguno
para el poder arbitrario del príncipe. Ello sólo podía suponer un retraso para el
desarrollo de las ciudades comerciales así como para la evolución de las ideas.
La reacción de Ibn Yubayr merece incluso un examen más atento. Aunque tiene la
honradez de reconocer las cualidades del «enemigo maldito», se deshace luego en
imprecaciones, estimando que la equidad de los frany y su buena administración
constituyen un peligro mortal para los musulmanes. ¿Acaso éstos no corren el riesgo
de dar la espalda a sus correligionarios —y a su religión— si hallan el bienestar en la
sociedad franca? Por comprensible que sea, la actitud del viajero no deja de ser
sintomática de un mal que padecen sus hermanos: durante todas las cruzadas, los
árabes se negaron a abrirse a las ideas llegadas de Occidente. Y, probablemente, éste es
el efecto más desastroso de las agresiones de que fueron víctimas. Para el invasor
aprender la lengua del pueblo conquistado constituye una habilidad: para este último,
aprender la lengua del conquistador supone un compromiso, incluso una traición. De
hecho, muchos frany aprendieron el árabe mientras que los indígenas, salvo algunos
cristianos, permanecieron impermeables a los idiomas de los occidentales.
Se podrían multiplicar los ejemplos pues, en todos los terrenos, los frany han
aprendido de los árabes, tanto en Siria como en España o en Sicilia. Y lo que de ellos
aprendieron era indispensable para su ulterior expansión. Si se transmitió la herencia
de la civilización griega a Europa occidental fue a través de los árabes, traductores y
continuadores. En medicina, astronomía, química, geografía, matemáticas y
arquitectura, los frany adquirieron sus conocimientos en los libros árabes que
asimilaron, imitaron y luego superaron. ¡Cuántas palabras dan aún testimonio de ello:
cénit, nadir, acimut, álgebra, algoritmo o, sencillamente, «cifra»! En lo tocante a la
industria, los europeos tomaron, antes de mejorarlos, los procedimientos que
utilizaban los árabes para fabricar papel, trabajar el cuero y los tejidos, destilar el
alcohol y el azúcar —otras dos palabras tomadas del árabe. Tampoco se puede olvidar
hasta qué punto se ha enriquecido también la agricultura europea en contacto con
Oriente: albaricoques, berenjenas, escaloñas, naranjas, sandías... La lista de palabras
«árabes» es interminable.
Mientras que, para Europa occidental, la época de las cruzadas era el comienzo de
una verdadera revolución, a la vez económica y cultural, en Oriente estas guerras
santas iban a desembocar en largos siglos de decadencia y oscurantismo. Asediado por
doquier, el mundo musulmán se encierra en sí mismo, se ha vuelto friolero, defensivo,
intolerante, estéril, otras tantas actitudes que se agravan a medida que prosigue la
evolución del planeta de la que se siente al margen. A partir de entonces, el progreso
será algo ajeno, al igual que el modernismo. ¿Era necesario afirmar la propia identidad
cultural y religiosa rechazando ese modernismo cuyo símbolo era Occidente? ¿Era
necesario, por el contrario, emprender resueltamente el camino de la modernización
corriendo el riesgo de perder la propia identidad? Ni Irán ni Turquía ni el mundo
árabe han conseguido resolver este dilema; por ello seguimos asistiendo hoy en día a
una alternancia con frecuencia brutal entre fases de occidentalización forzada y fases
de integrismo a ultranza fuertemente xenófobo.
El mundo árabe, fascinado y a la vez espantado por esos frany a los que ha conocido
cuando eran unos bárbaros, a los que ha vencido, pero que, después, han conseguido
dominar la tierra, no puede decidirse a considerar las cruzadas como un simple
episodio de un pasado que no volverá. Con frecuencia sorprende descubrir hasta qué
punto la actitud de los árabes, y de los musulmanes en general, respecto a Occidente
sigue, incluso hoy, bajo la influencia de los acontecimientos que se supone terminaron
hace siete siglos.
Ahora bien, en vísperas del tercer milenio, los responsables religiosos y políticos del
mundo árabe se remiten constantemente a Saladino, a la caída de Jerusalén y a su
reconquista. Se asimila a Israel, tanto de forma popular como en algunos discursos
oficiales, a un nuevo Estado de cruzados. De las tres divisiones del Ejército de
Liberación Palestina, uno lleva el nombre de Hattina y otra el de Ain Yalut. Al
presidente Nasser, en sus tiempos de gloria, lo comparaban de manera habitual con
Saladino que, como él, había reunido Siria y Egipto —¡e incluso Yemen!—. En cuanto a
la expedición de Suez de 1956 se vivió, al igual que la de 1191, como una cruzada
dirigida por franceses e ingleses.
Cierto es que los parecidos llaman la atención. ¿Cómo no pensar en el presidente
Sadat al escuchar a Sibt Ibn al‐Yawzi denunciar ante el pueblo de Damasco la
«traición» del señor de El Cairo, al‐Kamel, que osó reconocer la soberanía del enemigo
sobre la Ciudad Santa? ¿Cómo distinguir el pasado del presente cuando se considera la
lucha entre Damasco y Jerusalén por el control del Golán o de la Bekaa? ¿Cómo no
quedarse pensativo al leer las reflexiones de Usama acerca de la superioridad militar
de los invasores?
En un mundo musulmán víctima de perpetuas agresiones, no se puede impedir que
salga a flote un sentimiento de persecución que adquiere, en algunos fanáticos, la
forma de una peligrosa obsesión: ¿acaso no vimos al turco Mehemet Ali Agka disparar
al papa el 13 de mayo de 1981 tras haber explicado en una carta: He decidido matar a
Juan Pablo II, comandante supremo de los cruzados? Más allá del hecho individual,
está claro que el Oriente árabe sigue viendo en Occidente un enemigo natural.
Cualquier acto hostil contra él, sea político, militar o relacionado con el petróleo, no es
más que una legítima revancha; y no cabe duda de que la quiebra entre estos dos
mundos viene de la época de las cruzadas, que aún hoy los árabes consideran una
violación.

jueves, 1 de octubre de 2015

Ahora me ves, ahora no me ves

Battle Royale
Koushun Takami
Segunda parte: etapa intermedia. Capítulos 44-45.

Para entender este texto, es necesario conocer "las reglas del juego" básicas del argumento, que aparecen en el enlace a continuación:

https://es.wikipedia.org/wiki/Battle_Royale_(pel%C3%ADcula) Puntos 1, 2 y 2.1.

En este apartado aparece la muerte de un personaje, aunque no es relevante en el libro y en la película esta secuencia ni siquiera aparece, así que hay poco riesgo en el primer caso e inexistente en el segundo de destripar ningún final o capítulo o escena importante. Yo ya lo he avisado.


[...]
Sho Tsukioka (el estudiante número 14) [...] empezó a seguir al «jefe», que se alejaba de la sanguinaria escena, Sho ya había decidido cómo procedería.
Para ayudar a Sho en su táctica, el candidato principal era indudablemente Kazuo Kiriyama. [...] Había decidido afrontar el juego, estaba seguro de que su plan era la mejor opción. Además, Kazuo no sólo llevaba una ametralladora (¿era el arma que le había correspondido o pertenecía a uno de los tres estudiantes que había matado?), sino también la pistola de Mitsuru. En estos momentos, nadie podía vencer a Kazuo en una confrontación directa.
No obstante, Sho tenía una ventaja: una cosa en la que sabía que era muy bueno. Tenía un talento natural para introducirse de incógnito en los sitios y robar cuando nadie estaba mirando, y también era muy bueno siguiendo a la gente sin que lo notaran. Un talento natural para ser un rastrero en todos los aspectos —«¿Qué quieres decir con “rastrero”? ¿Cómo te atreves?»—. Y por lo que respecta al arma que había encontrado en su mochila, era una Derringer del 22 Double High Standard. Los cartuchos eran mágnum, letales a corta distancia, pero no era el arma ideal para un tiroteo.
«Bueno —pensó Sho—, aunque Kazuo Kiriyama vaya a salir victorioso de esto, tendrá que vérselas con tipos como Shogo Kawada y Shinji Mimura… [...] Si ellos también tienen pistolas, probablemente acabarán hiriéndolo. Y tanto combate acabará agotándolo.
»Entonces, simplemente tendré que seguirlo hasta que palme. Y justo entonces podré dispararle por la espalda. En el momento en que piense que ha acabado con el último, bajará la guardia y entonces será cuando yo le dispare, Kazuo para nada sospechará que hay alguien que le está pisando los talones [...] Sho no se tendría que manchar las manos en aquel juego en el que uno tenía que matar a sus compañeros de clase uno por uno. No era que sintiera fuertes objeciones morales por el hecho de matarlos, era sólo que pensaba: «No quiero matar a chicos inocentes… ¡Es tan vulgar! Kazuo me va a hacer el trabajo. Yo sólo tengo que quedarme detrás de él. Puede que mate a alguien delante de mí, pero no es previsible que yo intervenga. Sería demasiado peligroso. Y así, al final, lo mataré en defensa propia. Es decir, que si yo no acabo con él, él me matará a mí…» Ése era el curso de sus pensamientos.
Había otra ventaja en el hecho de seguir a Kazuo. Si se quedaba cerca de él, no tendría que preocuparse mucho por que lo atacaran. Y en el desdichado caso de que así fuera, siempre que eludiera la primera agresión, el que respondería a la violencia sería Kazuo. Lo único que tendría que hacer Sho sería salir huyendo de la escena y Kazuo se ocuparía del resto. Por supuesto, eso también podría significar que le perdería el rastro y desbarataría su plan, así que quería evitar ese escenario si estaba en su mano.
Decidió mantener una distancia fija en torno a los veinte metros por detrás de Kazuo. Avanzaría cuando lo hiciera Kazuo y se pararía cuando se detuviera. También estaba el asunto de las zonas prohibidas. Kazuo también debía considerarlas, así que probablemente se mantendría bien alejado de ellas. Mientras Sho mantuviera las distancias, estaría a salvo de entrar en dichas áreas. Cuando Kazuo se detuviera, comprobaría el mapa para asegurarse de que no se encontraba en una zona prohibida.
Todo estaba saliendo según su plan.
Kazuo abandonó el cabo sur de la isla y, después de entrar en varias casas de la zona residencial (encontrando probablemente lo que anduviera buscando), decidió encaminarse hacia las montañas del norte por alguna razón y luego se detuvo. Por la mañana, cuando oyó unos disparos lejanos, decidió no actuar, tal vez porque se encontraban muy lejos. [...]
Luego, justo antes de las tres de la tarde, Kazuo empezó a avanzar tras oír un tiroteo en aquella parte de la montaña. [...]
El plan de Kazuo parecía sencillo, al menos de momento. Una vez que sabía dónde se encontraba alguien, iba y disparaba. [...] De momento podía estar contento: Kazuo ni se había enterado de su presencia.
Kazuo parecía estar descansando apaciblemente. Puede que estuviera durmiendo.
[...]
Lo que resultaba un verdadero contratiempo, por otra parte, era que Sho era un fumador compulsivo. El olor del humo del cigarro, dependiendo de la dirección del viento, podría darle una pista a Kazuo. No, el ruidillo de su encendedor eléctrico al prender podría ser incluso peor y fatal.
Sho sacó su paquete de Virginia Slim importado con sabor mentolado —le gustaba el nombre, aunque por supuesto era dificilísimo conseguirlos en el país, pero había lugares donde los vendían y lo único que tenía que hacer era robarlos; tenía montones de cajetillas en su habitación— y se colocó con mucho cuidado uno de aquellos finos cigarrillos entre los labios. Captó una levísima vaharada de aquel olor a tabaco y aquel perfume único a mentol y sintió cierto alivio de su síndrome de abstinencia. Necesitaba llenarse los pulmones de humo…, pero de algún modo consiguió reprimir el ansia.
[...]
Por el rabillo del ojo vio que unos arbustos se agitaban levemente.
Sho se quitó rápidamente el cigarrillo de la boca y se lo metió en el bolsillo, junto con el espejo. Luego agarró la Derringer y cogió la mochila con la otra mano.
La cabeza de Kazuo Kiriyama, con el pelo repeinado hacia atrás, apareció entre unos arbustos. Miró a su izquierda y a su derecha, y luego hacia el norte…, justo a la izquierda de donde se encontraba Sho, hacia la loma.
A la sombra de una azalea repleta de flores rosas, Sho levantó la ceja levemente.
«¿Qué demonios está haciendo?»
No había oído ningún disparo. Ningún ruido extraño en absoluto. ¿Había pasado algo por allí? 
Sho miró por todas partes, pero no vio movimiento alguno.
Kazuo al final salió de los arbustos. Llevaba la mochila colgando de un hombro y la ametralladora del otro, con la mano apoyada en la culata. Comenzó a ascender la loma, zigzagueando entre los árboles. Rápidamente alcanzó la altura de Sho y luego siguió subiendo. Entonces, Sho se incorporó y comenzó a seguirlo.
A pesar de su altura (medía 1,77), Sho se movía con destreza, como un gato. Con sumo cuidado, se mantenía a unos veinte metros por detrás del negro abrigo escolar de Kazuo, que se distinguía de tanto en tanto entre los árboles. La confianza de Sho en sí mismo estaba justificada cuando se trataba de cumplir con la tarea de seguir a alguien.
Los movimientos de Kazuo también eran precisos y rápidos. Se detenía a la sombra de un árbol, comprobaba la zona y donde la vegetación se espesaba, se ponía de rodillas y escudriñaba la zona a ras de suelo antes de avanzar. El único problema era…
«Que estás dejando descubierta la espalda, Kazuo».
Debían de haber cubierto unos cien metros. La plataforma de vigilancia estaba arriba a la izquierda. Kazuo se detuvo allí.
Las masas de árboles frente a él se interrumpían por un camino estrecho y sin pavimentar. Tenía menos de dos metros de anchura, justo lo suficiente como para que pasara un vehículo.
[...]
A la derecha de Kazuo, hacia donde estaba mirando, había un sitio con un banco y un aseo portátil de color marrón. A lo mejor era un área de descanso para los senderistas que subían la montaña. Kazuo oteó la zona y luego se volvió hacia donde estaba Sho, pero éste naturalmente ya se había escondido. Kazuo se adelantó al camino y corrió hacia el aseo portátil. Abrió la puerta y entró. Asomó la cabeza y miró fuera otra vez antes de cerrar la puerta. La dejó entreabierta, tal vez por si acaso se veía obligado a escapar si ocurría algo.
«Ay, Dios mío…» Sho se llevó la mano a los labios. «Ay, Dios mío». Sho permaneció agachado, intentando con todas sus fuerzas no estallar en carcajadas.
Era cierto, desde que Sho había comenzado a seguirlo, Kazuo no había ido al baño ni una sola vez. Podía haberlo utilizado en alguna de las casas en las que había entrado antes de amanecer, pero en cualquier caso, sería imposible aguantar todo un día entero [...] Después de todo, Kazuo Kiriyama procedía de una familia acaudalada. Tal vez ni se había planteado la idea de hacerlo en cualquier otro sitio que no fuera un baño. Debió de recordar que había visto aquel baño portátil cuando pasaron por allí un rato antes. Por eso había regresado.
[...]
Entonces recordó algo y agitó la muñeca para ver bien el reloj. Estaban cerca del sector D-8, que Sakamochi había anunciado que se convertiría en zona prohibida a las cinco de la tarde.
Las manecillas que recorrían aquella esfera sobre unos elegantes números romanos de aquel reloj de mujer indicaban que eran las 4:57 (había ajustado su reloj con el comunicado de Sakamochi, así que estaba seguro de que era esa hora). Sho sacó el mapa y examinó la zona de la montaña norte. El camino de la montaña solo estaba marcado por una línea de puntos en el mapa, y el resto de aquel lugar y el aseo público no estaba señalado ni dentro ni fuera de la zona que delimitaba la cuadrícula D-8.
De repente, Sho se puso tenso e inconscientemente se llevó la mano a su collar metálico. De golpe, sintió la necesidad imperiosa de volver por donde había venido, pero…
[...]
«Bueno, al fin y al cabo, estamos hablando de Kazuo Kiriyama. Aun haciendo caso a la llamada de la naturaleza, seguro que había tenido en cuenta su posición. La razón por la que ha mirado a todos lados con tanta precaución antes de salir de los arbustos donde estaba escondido era para determinar si el baño estaba en D-8 o no». Y la posición de Sho era aproximadamente de unos treinta metros al oeste del aseo portátil. Kazuo estaba más cerca de la zona prohibida que él, así que el hecho de que estuviera allí, en otras palabras, significaba que él también estaba a salvo. No debía perder de vista a Kazuo sólo por un miedo irracional. Eso desbarataría totalmente su plan.
Así que sacó el Virginia Slim que había cogido un rato antes y se lo puso entre los labios. Luego miró al cielo, que se iba oscureciendo poco a poco. En esa época del año, todavía quedaban un par de horas antes de la puesta de sol, pero el cielo, que se iba oscureciendo, estaba ya tiñéndose de naranja por el oeste, y eran escasos los jirones de diminutas nubes que habían adquirido un tono anaranjado brillante.
[...]
Aún continuaba.
«Ay, por Dios, a ver si acaba ya. Termina de una vez, vamos, y ponte a trabajar, hombre». 
Pero no paraba.
Y fue entonces cuando Sho al final frunció el ceño. Se quitó el cigarrillo de la boca y se levantó. Se aproximó al aseo con premura, avanzando entre los arbustos, y entrecerró los ojos.
[...] Y la puerta estaba entreabierta.
Justo entonces hubo un golpe de viento y se abrió la puerta con un chirrido. Qué momento tan oportuno.
Sho abrió los ojos como platos, atónito.
En el interior del aseo había una botella de agua, de las que les había proporcionado el Gobierno, colgando del techo y balanceándose con el viento. Kazuo probablemente la había pinchado con una navaja porque de allí salía un diminuto chorrillo de agua que salpicaba por todas partes, mecida por el viento.
Sho se sintió aterrado.
Entonces vio la parte de atrás de un abrigo escolar allá abajo, zigzagueando entre los árboles. Vio aquel inequívoco peinado hacia atrás, reconocible incluso desde tan lejos y por la espalda.
«Pe… pero… ¿qu… qué? ¿Kazuo? Pero entonces… eh… pero entonces estoy…»
Mientras Kazuo desaparecía entre la maleza, Sho oyó un zumbido. Le recordó el sonido de un silenciador o de un disparo amortiguado con una almohada. Le fue imposible decir si el estallido procedió de la bomba que el Gobierno había instalado en el collar o de la vibración que se produjo por todo su cuerpo.
Alrededor de cien metros abajo, Kazuo Kiriyama ni siquiera miró a su espalda cuando le echó un vistazo a su reloj.
Siete segundos pasaban de las cinco.
[...]
Aquel muchacho, tan grande y de aspecto tan tosco, que actuaba de aquel modo tan extraño y afeminado, Zuki, del clan Kiriyama, había sido cazado en una zona prohibida.
[...]