Balada de la cárcel de Reading
Oscar Wilde
Desde su estancia en la cárcel en 1895, Wilde narra cómo viven los presos el día a día después de que ejecuten a un hombre en la horca, que se ve desde las ventanas de las celdas, y cómo al mismo tiempo quieren mirar de reojo a ver qué pasa e ignorarlo.
(...)
Los vigilantes caminaban de un lado para otro pavoneándose y vigilaban su rebaño de bestias; sus uniformes de los domingos estaban brillantes, pero nosotros sabíamos cuál era el trabajo que habían llevado a cabo por la cal viva de sus botas.
Porque donde abrieron la profunda fosa ya no había fosa alguna; sólo la marca de barro y tierra removida junto al horrible muro de la prisión y un pequeño montón de cal ardiente para que el hombre tuviese su sudario.
Porque aquel infeliz tenía un sudario como pocos hombres pueden pedirlo: en un hoyo profundo, al fondo de patio de una cárcel, desnudo para mayor vergüenza, yace con cadenas en los pies, ¡envuelto en una sábana de fuego!
Y la cal ardiente devora constantemente la carne y los huesos; devora los duros huesos por la noche y la carne tierna por el día; devora unas veces los huesos y otras, la carne, pero nunca deja de roer el corazón.
Durante tres largos años no se sembrará ni se plantará nada allí; durante tres largos años ese lugar maldito será estéril y mirará al asombrado cielo sin reprocharle nada.
Creen que el corazón de un asesino mancillará la simple semilla que sembrasen. ¡Eso no es cierto! La buena tierra de Dios es mejor de lo que creen los hombres, y la rosa roja crecería más roja y la roja blanca, más blanca.
¡Junto a su boca, una rosa roja! ¡Junto a su corazón, una rosa blanca! Porque ¿quién puede decir de qué extraña manera muestra Dios su voluntad desde que la vara seca del peregrino floreció a la vista del gran papa?
Pero ni la rosa roja como el vino o la blanca nunca caerán pétalo a pétalo sobre esa línea de barro y arena removida que hay junto al horrible muro de la prisión para decir a los hombres que caminan por el patio que el hijo de Dios murió por todos.
[...]
El capellán no se arrodillará a rezar junto a esa tumba deshonrada, ni la marcará con la señal de la cruz que Cristo dio a los pecadores, porque aquel hombre era uno de los que Cristo bajó a salvar.
Literatura y pensamiento
Este blog está dedicado a la literatura. A esas páginas que nos hacen reflexionar o llorar, o ambas cosas. A esas páginas que nos encogen el corazón o nos hacen plantearnos lo pequeños que somos. A esas páginas que nos hacen ver que el ser humano realmente puede hacer magia.
viernes, 23 de septiembre de 2016
martes, 15 de marzo de 2016
Como fúlgida corona
Biblia
Sirácida (Eclesiástico para protestantes) 6:24-31
El siguiente texto es un extracto de un capítulo (no es un capítulo completo), que lleva como subtítulo Exhortación a la sabiduría, y en este extracto se narra en qué se convierte una persona que logra alcanzar la sabiduría: todo un rey cubierto de oro.
[...]
Mete tus pies en sus cadenas,
y tu cuello en su argolla.
Arrima tu hombro y llévala,
no te molesten sus ataduras.
Con toda tu alma vete a ella,
con todas tus fuerzas guarda sus caminos.
Rastréala y búscala; ella se te manifestará;
y, una vez agarrada, no la dejes escapar.
Porque al fin hallarás en ella tu descanso
y se cambiará para ti en alegría.
Entonces sus grilletes serán para ti fuerte protección,
sus argollas glorioso vestido.
Atavío de oro será su yugo,
sus ataduras, cordones de púrpura.
Te vestirás como túnica gloriosa,
te la ceñirás como fúlgida corona.
[...]
Sirácida (Eclesiástico para protestantes) 6:24-31
El siguiente texto es un extracto de un capítulo (no es un capítulo completo), que lleva como subtítulo Exhortación a la sabiduría, y en este extracto se narra en qué se convierte una persona que logra alcanzar la sabiduría: todo un rey cubierto de oro.
[...]
Mete tus pies en sus cadenas,
y tu cuello en su argolla.
Arrima tu hombro y llévala,
no te molesten sus ataduras.
Con toda tu alma vete a ella,
con todas tus fuerzas guarda sus caminos.
Rastréala y búscala; ella se te manifestará;
y, una vez agarrada, no la dejes escapar.
Porque al fin hallarás en ella tu descanso
y se cambiará para ti en alegría.
Entonces sus grilletes serán para ti fuerte protección,
sus argollas glorioso vestido.
Atavío de oro será su yugo,
sus ataduras, cordones de púrpura.
Te vestirás como túnica gloriosa,
te la ceñirás como fúlgida corona.
[...]
sábado, 19 de diciembre de 2015
¿Qué haces leyendo toda la noche con esa luz tan mala?
Vida y destino
Vasili Grossman
Primera parte, capítulo 33
La reflexión es prácticamente la misma que la de Las postales de Mostar y No te vayas, una guerra cuyos protagonistas también son personas, tienen familia, hambre, miedo... Y una madre que los quiere.
[...]
Liudmila Nikoláyevna se acercó al pequeño túmulo y leyó en la tablilla de madera contrachapada el nombre de su hijo y su rango militar.
Sintió con claridad que los cabellos se le movían bajo el pañuelo, como si una mano fría jugara con ellos.
Cerca, a derecha e izquierda, hasta la verja, por todo el espacio se diseminaban túmulos idénticos, grises, sin hierba, sin flores, con una única ramita de madera que brotaba de la tierra sepulcral. En el extremo de esta ramita había una tablilla con el nombre de la persona sepultada. Las tablillas abundaban y su densa uniformidad recordaba una hilera de espigas de grano germinadas en un campo.
Por fin había encontrado a Tolia. Muchas veces había intentado imaginar dónde estaba, qué hacía, en qué pensaba, si su pequeño dormía apoyado contra la pared de la trinchera, o estaba en marcha, o tomaba té, sosteniendo en una mano la taza y en la otra un terrón de azúcar, si estaba corriendo campo a través bajo el fuego enemigo… Deseaba estar a su lado, sabía que la necesitaba: le habría servido té en la taza, le habría dicho «come un poco más de pan», le habría quitado el calzado y lavado los pies desollados, envuelto una bufanda alrededor del cuello… Pero siempre desaparecía, no conseguía encontrarlo. Y ahora que había encontrado a Tolia, ya no la necesitaba.
A lo lejos se recortaban tumbas con cruces de granito de antes de la Revolución. Las lápidas funerarias se erguían como una muchedumbre de inútiles viejos que dejaban a todo el mundo indiferente; algunos caídos de lado, otros apoyados sin fuerza sobre los troncos de los árboles.
Parecía que el cielo se hubiera quedado sin aire, como si lo hubieran aspirado, y que sobre la cabeza de Liudmila se extendiera un desierto de polvo seco. Pero la potente bomba silenciosa, que succionaba el aire del cielo, trabajaba, trabajaba, y ahora para Liudmila no sólo no había cielo, tampoco había fe ni esperanza; en el infinito desierto sin aire sólo había un pequeño túmulo de tierra entre grises terrones helados.
Todo lo que vivía, su madre, Nadia, los ojos de Víktor, incluso los boletines de guerra, todo había dejado de existir.
Lo que estaba vivo había muerto. El único que vivía en todo el mundo era Tolia. ¡Qué silencio la rodeaba! ¿Sabía él que su madre había venido…?
Liudmila se arrodilló, suavemente, para no molestar a su hijo, luego puso recta la tablilla con su nombre; él siempre se enfadaba cuando su madre le arreglaba el cuello de la cazadora mientras lo acompañaba a la escuela.
–Aquí estoy, ya he llegado, y tú probablemente pensabas que tu mamá no vendría…
Hablaba a media voz, temiendo que la oyeran las personas que estaban fuera de la verja del cementerio.
Los camiones circulaban rápidamente a lo largo de la carretera y una oscura ventisca de polvo se arremolinaba y humeaba por el asfalto, se rizaba, se ondulaba… Caminaban, haciendo retumbar sus botas militares, repartidores de leche con sus bidones, gente con sacos, los escolares tapados con chaquetones acolchados y gorros de uniforme invernales.
Pero aquel día lleno de movimiento era para ella una imagen borrosa.
Qué silencio.
Hablaba con el hijo, recordando los detalles de su vida pasada y el espacio se llenaba de aquellos recuerdos que existían sólo en su conciencia: la voz infantil, los llantos, el frufrú de los libros ilustrados, el tintineo de la cuchara contra el borde del plato blanco, el zumbido de un radiorreceptor de fabricación casera, el crujido de los esquíes, el chirrido de los toletes en el estanque cerca de la dacha, el susurro del papel del caramelo, la aparición inesperada de su carita, las espaldas, el pecho.
Sus lágrimas, sus aflicciones, sus buenas y malas acciones, revividas en la desesperación de Liudmila, continuaban existiendo, emergían de la memoria, concretas y tangibles.
No eran los recuerdos del pasado los que se habían apoderado de ella, sino la agitación de las emociones vividas.
¿Qué se pensaba él que hacía, leyendo toda la noche con aquella luz tan mala? ¿Acaso quería comenzar a llevar gafas tan joven…?
Y ahora yacía allí, con una ligera camisa de algodón, descalzo, sin manta, en aquel lugar donde la tierra estaba completamente gélida y donde por la noche la helada se recrudecía.
De repente a Liudmila le empezó a sangrar la nariz. El pañuelo se empapó y se volvió pesado. La cabeza le daba vueltas, se le nubló la vista y por un instante creyó perder el conocimiento. Entrecerró los ojos y cuando los volvió a abrir el mundo que su sufrimiento había hecho revivir ya había desaparecido. Quedaba sólo el polvo gris que el viento levantaba en remolinos sobre las tumbas que, sucesivamente, se cubrían de humo.
[...]
Liudmila se pasó por los ojos secos el pañuelo impregnado de sangre. Con la cara pringosa de sangre seca, encorvada, resignada, empezaba a asumir, en contra de su voluntad, que Tolia ya no existía.
[...]
Vasili Grossman
Primera parte, capítulo 33
La reflexión es prácticamente la misma que la de Las postales de Mostar y No te vayas, una guerra cuyos protagonistas también son personas, tienen familia, hambre, miedo... Y una madre que los quiere.
[...]
Liudmila Nikoláyevna se acercó al pequeño túmulo y leyó en la tablilla de madera contrachapada el nombre de su hijo y su rango militar.
Sintió con claridad que los cabellos se le movían bajo el pañuelo, como si una mano fría jugara con ellos.
Cerca, a derecha e izquierda, hasta la verja, por todo el espacio se diseminaban túmulos idénticos, grises, sin hierba, sin flores, con una única ramita de madera que brotaba de la tierra sepulcral. En el extremo de esta ramita había una tablilla con el nombre de la persona sepultada. Las tablillas abundaban y su densa uniformidad recordaba una hilera de espigas de grano germinadas en un campo.
Por fin había encontrado a Tolia. Muchas veces había intentado imaginar dónde estaba, qué hacía, en qué pensaba, si su pequeño dormía apoyado contra la pared de la trinchera, o estaba en marcha, o tomaba té, sosteniendo en una mano la taza y en la otra un terrón de azúcar, si estaba corriendo campo a través bajo el fuego enemigo… Deseaba estar a su lado, sabía que la necesitaba: le habría servido té en la taza, le habría dicho «come un poco más de pan», le habría quitado el calzado y lavado los pies desollados, envuelto una bufanda alrededor del cuello… Pero siempre desaparecía, no conseguía encontrarlo. Y ahora que había encontrado a Tolia, ya no la necesitaba.
A lo lejos se recortaban tumbas con cruces de granito de antes de la Revolución. Las lápidas funerarias se erguían como una muchedumbre de inútiles viejos que dejaban a todo el mundo indiferente; algunos caídos de lado, otros apoyados sin fuerza sobre los troncos de los árboles.

Todo lo que vivía, su madre, Nadia, los ojos de Víktor, incluso los boletines de guerra, todo había dejado de existir.
Lo que estaba vivo había muerto. El único que vivía en todo el mundo era Tolia. ¡Qué silencio la rodeaba! ¿Sabía él que su madre había venido…?
Liudmila se arrodilló, suavemente, para no molestar a su hijo, luego puso recta la tablilla con su nombre; él siempre se enfadaba cuando su madre le arreglaba el cuello de la cazadora mientras lo acompañaba a la escuela.
–Aquí estoy, ya he llegado, y tú probablemente pensabas que tu mamá no vendría…
Hablaba a media voz, temiendo que la oyeran las personas que estaban fuera de la verja del cementerio.
Los camiones circulaban rápidamente a lo largo de la carretera y una oscura ventisca de polvo se arremolinaba y humeaba por el asfalto, se rizaba, se ondulaba… Caminaban, haciendo retumbar sus botas militares, repartidores de leche con sus bidones, gente con sacos, los escolares tapados con chaquetones acolchados y gorros de uniforme invernales.
Pero aquel día lleno de movimiento era para ella una imagen borrosa.
Qué silencio.
Hablaba con el hijo, recordando los detalles de su vida pasada y el espacio se llenaba de aquellos recuerdos que existían sólo en su conciencia: la voz infantil, los llantos, el frufrú de los libros ilustrados, el tintineo de la cuchara contra el borde del plato blanco, el zumbido de un radiorreceptor de fabricación casera, el crujido de los esquíes, el chirrido de los toletes en el estanque cerca de la dacha, el susurro del papel del caramelo, la aparición inesperada de su carita, las espaldas, el pecho.
Sus lágrimas, sus aflicciones, sus buenas y malas acciones, revividas en la desesperación de Liudmila, continuaban existiendo, emergían de la memoria, concretas y tangibles.
No eran los recuerdos del pasado los que se habían apoderado de ella, sino la agitación de las emociones vividas.
¿Qué se pensaba él que hacía, leyendo toda la noche con aquella luz tan mala? ¿Acaso quería comenzar a llevar gafas tan joven…?
Y ahora yacía allí, con una ligera camisa de algodón, descalzo, sin manta, en aquel lugar donde la tierra estaba completamente gélida y donde por la noche la helada se recrudecía.
De repente a Liudmila le empezó a sangrar la nariz. El pañuelo se empapó y se volvió pesado. La cabeza le daba vueltas, se le nubló la vista y por un instante creyó perder el conocimiento. Entrecerró los ojos y cuando los volvió a abrir el mundo que su sufrimiento había hecho revivir ya había desaparecido. Quedaba sólo el polvo gris que el viento levantaba en remolinos sobre las tumbas que, sucesivamente, se cubrían de humo.
[...]
Liudmila se pasó por los ojos secos el pañuelo impregnado de sangre. Con la cara pringosa de sangre seca, encorvada, resignada, empezaba a asumir, en contra de su voluntad, que Tolia ya no existía.
[...]
Vuelva dentro de tres días
Vida y destino
Vasili Grossman
Primera parte, capítulo 24
Quienes lean esto se sentirán todos identificados, pues a todos nos han hecho perder el tiempo, nos han frustrado, nos han toreado y hemos visto cómo la otra persona encima sentía satisfacción por ello, una prueba de que la literatura en mayúsculas es universal y atemporal.
El libro se ambienta en la Rusia de la Segunda Guerra Mundial.
[...]
A pesar de las dificultades de la vida, se sentía ligera y emancipada. Durante mucho tiempo, hasta que no obtuvo el permiso de residencia [28], no tuvo derecho a cartilla de racionamiento y sólo podía comer una vez al día en el comedor con los cupones de comida. Ya desde la mañana pensaba en el momento de entrar al comedor y que le dieran un plato de sopa.
[...]
Yevguenia Nikoláyevna tuvo que hacer frente a muchas dificultades para obtener el permiso de residencia.
El jefe de la oficina de diseños y proyectos donde ella había comenzado a trabajar, el teniente coronel Rizin, un hombre alto de voz suave y susurrante, desde el primer día comenzó a lamentarse por la responsabilidad que había asumido contratando a alguien que no tenía los papeles en regla. Le ordenó, pues, que fuera a la comisaría local después de extenderle un certificado de trabajo.
Un oficial de la comisaría se quedó con el pasaporte de Yevguenia Nikoláyevna y su certificado y le dijo que volviera al cabo de tres días para conocer la respuesta.
Cuando llegó el día asignado, Yevguenia Nikoláyevna entró en el pasillo en penumbra donde había personas sentadas a la espera de ser recibidas; sus rostros reflejaban esa expresión particular que a menudo muestran las personas que han ido a la comisaría por cuestiones relacionadas con el pasaporte o permisos de residencia. Yevguenia se acercó a la ventanilla. Una mano femenina con las uñas pintadas con un esmalte rojo oscuro le alargó el pasaporte y le dijo con voz tranquila:
– Se lo han denegado.
Se puso a la cola para hablar con el jefe de la sección de pasaportes. La gente de la fila hablaba a media voz y seguía con la mirada a las empleadas con los labios pintados, vestidas con chaquetones guateados y botas, que pasaban por el pasillo. Un hombre ataviado con un abrigo de entretiempo y una visera pasó calmosamente; el cuello de la guerrera militar le asomaba por debajo de la bufanda; sus botas crujían. Abrió con una pequeña llave la cerradura: era Grishin, el jefe de la sección de pasaportes. Yevguenia Nikoláyevna observó que las personas que guardaban cola no se habían alegrado como acostumbra a suceder después de una larga espera, sino que cuando se acercaban a la puerta miraban temerosos a los lados, como si estuvieran a punto de echarse a correr en el último momento.
[...]
Yevguenia Nikoláyevna entró en el despacho de Grishin. Éste le indicó con un gesto que tomara asiento, miró sus documentos y dijo:
– Se lo han denegado -dijo-. ¿Qué quiere?
– Camarada Grishin -dijo ella con voz trémula-, entiéndalo, durante todo esto tiempo no he recibido la cartilla de racionamiento.
El hombre la miró con ojos imperturbables, su cara ancha y joven expresaba una indiferencia ausente.
– Camarada Grishin -dijo Zhenia-, deténgase un momento a pensar en esta incongruencia. En Kúibishev hay una calle que lleva mi apellido, la calle Sháposhnikov, en honor a mi padre, uno de los pioneros del movimiento revolucionario en Samara, y ustedes deniegan el permiso de residencia a su hija…
Los ojos serenos de Grishin se clavaron en ella: la estaba escuchando.
– Necesito una petición oficial -dijo él-. Sin petición no hay permiso.
– Pero es que yo trabajo en una institución militar. -Eso no consta en su certificado de trabajo.
– ¿Puede ser de ayuda?
Grishin respondió de mala gana:
– Tal vez.
Por la mañana, cuando Yevguenia Nikoláyevna acudió al trabajo contó a Rizin que le habían denegado el permiso de residencia. El hombre levantó las manos y dijo con voz queda:
– Ay, qué estúpidos, quizá no entiendan que se ha convertido en una trabajadora indispensable para nosotros, que usted presta servicio a la Defensa.
– Así es -confirmó Yevguenia-. Me han dicho que necesito un documento oficial que certifique que nuestra oficina está subordinada al Comisariado Popular de Defensa. Se lo ruego encarecidamente: redáctemelo y esta tarde lo llevaré a la comisaría.
Al cabo de un rato, Rizin se acercó a Zhenia y con voz culpable dijo:
– Necesito una solicitud por escrito de la policía. De lo contrario tengo prohibido escribir un certificado de ese tipo.
Esa misma tarde Yevguenia fue a la comisaría y, después de la inevitable cola, pidió a Grishin la solicitud, odiándose a sí misma por su sonrisa aduladora.
– No pienso escribirle ninguna solicitud -dijo Grishin. Rizin, al enterarse de la nueva negativa de Grishin, se lamentó y dijo pensativo:
– Bien, dígale que me haga una petición verbal.
La tarde siguiente Zhenia debía encontrarse con el literato moscovita Limónov, que en un tiempo había sido amigo de su padre. Justo después de salir del trabajo se dirigió a la comisaría y pidió a la gente que aguardaba en la cola que le permitieran pasar a ver al jefe de la sección de pasaportes «literalmente un minuto», sólo para hacer una pregunta. La gente se encogió de hombros y desvió la mirada. Al final, dijo con rabia:
– ¿Ah, sí? ¿Quién es el último?
Aquel día el ambiente en la comisaría era especialmente deprimente. Una mujer con las piernas llenas de varices sufrió un ataque de histeria en el despacho de Grishin y se puso a gritar: «Se lo ruego, se lo ruego». Un manco lanzó improperios contra Grishin en el mismo despacho; el siguiente también armó un alboroto, se oían sus palabras: «No me iré de aquí». Pero en realidad se fue enseguida. En medio de aquel jaleo no se oía a Grishin, no levantó la voz ni una sola vez; incluso parecía que no estaba presente, como si la gente gritara y amenazara para sí misma.
Yevguenia hizo cola durante una hora y media y, de nuevo, odiando su propia cara amable y el emocionado «muchas gracias» que pronunció en respuesta a una pequeña señal de Grishin para que se sentara, le pidió que llamara por teléfono a su jefe, explicando que éste dudaba de si tenía derecho a redactar un certificado sin una solicitud previa con un número y sello, pero que después había accedido a escribirle el certificado con la nota: «En respuesta a su solicitud oral del día tal del mes tal».
Yevguenia Nikoláyevna colocó sobre la mesa de Grishin un papelito preparado de antemano donde con caligrafía gruesa y clara había escrito el apellido y patronímico de Rizin, número de teléfono, cargo, rango y en letra pequeña, entre paréntesis: «pausa para comer» y «desde… hasta».
– No haré ninguna solicitud.
– Pero ¿por qué? -preguntó ella.
– No debo hacerlo.
– El teniente coronel Rizin dice que sin solicitud, aunque sea oral, no tiene permiso para escribir un certificado.
– Si no tiene permiso, que no lo escriba.
– Pero ¿qué voy a hacer yo?
– Eso es asunto suyo.
La pasmosa tranquilidad de Grishin la desconcertó; si se hubiera enfadado o irritado por su insistencia, se habría sentido mejor. Pero Grishin continuaba allí sentado, de medio perfil, sin pestañear siquiera, sin prisa.
Yevguenia Nikoláyevna sabía que los hombres se fijaban en su belleza, lo percibía cuando hablaba con ellos. Pero Grishin la miraba como si fuera una vieja con ojos lacrimosos o una lisiada; al entrar en aquel despacho ya no era un ser humano, una mujer joven y atractiva, sólo una solicitante.
A Yevguenia la confundía su propia debilidad, del mismo modo que la confundía la seguridad monolítica de Grishin. Yevguenia Nikoláyevna caminaba por la calle, se apresuraba, llegaba con más de una hora de retraso a su cita con Limónov; pero mientras se afanaba en llegar, había perdido todo interés ante ese encuentro. Todavía podía sentir el olor del pasillo de la comisaría, aún veía las caras de los que hacían cola, el retrato de Stalin iluminado por la luz tenue de la lámpara eléctrica; y al lado, Grishin. Grishin, tranquilo, sencillo, cuya alma mortal concentraba la omnipotencia granítica del Estado.
Limónov, un hombre alto, grueso, cabezón, con rizos alrededor de su gran calvicie, la recibió con alegría.
– Comenzaba a temer que ya no viniera -le dijo mientras la ayudaba a quitarse el abrigo.
Le preguntó sobre Aleksandra Vladímirovna:
– Desde que éramos estudiantes, su madre ha sido para mí el modelo de mujer rusa con alma valiente. Siempre escribo de ella en mis libros, es decir, no propiamente de ella, sino en general, bueno, ya me entiende.
Bajando la voz y echando una ojeada a la puerta, le preguntó:
– ¿Alguna noticia de Dmitri?
Luego comenzaron a hablar de pintura, y los dos se ensañaron con Repin. Limónov se puso a hacer una tortilla en su cocinilla eléctrica, jactándose de ser el mejor especialista en tortillas de Rusia; tanto era así que el chef del Nacional había aprendido de él.
– Entonces, ¿qué tal? -preguntó ansioso mientras servía a Zhenia y, entre suspiros, añadió-: Lo confieso, me encanta comer.
¡Cómo persistía el peso de las impresiones experimentadas en las dependencias policiales! Al llegar a la habitación cálida de Limónov, llena de libros y revistas, donde enseguida se agregaron dos personas mayores perspicaces y amantes del arte, Zhenia no pudo arrancar a Grishin de su corazón helado.
Pero la gran fuerza de la conversación, libre e inteligente, hizo que Zhenia, al poco rato, se olvidara de Grishin y de los rostros de angustia de las personas en la cola. Parecía no existir nada más en la vida que las conversaciones sobre Rubliov, Picasso, la poesía de Ajmátova y Pasternak, las obras de Bulgákov…
Pero una vez salió a la calle se olvidó de las conversaciones inteligentes. Grishin, Grishin… En el piso nadie le preguntó si había logrado el permiso de residencia, ni le pidió que le enseñara el pasaporte con el sello estampado. Pero desde hacía varios días tenía la impresión de que la controlaba la mujer más anciana del apartamento, Glafira Dmítrievna, una mujer de nariz larga, siempre afable, vivaracha, de voz embelesadora e inmensamente falsa. Cada vez que se topaba con Glafira Dmítrievna y veía sus ojos oscuros, a un mismo tiempo zalameros y lúgubres, Zhenia se asustaba. Tenía la sospecha de que en su ausencia Glafira Dmítrievna, con una llave maestra, se colaba en su habitación, revolvía entre sus papeles, apuntaba sus declaraciones para la milicia, leía sus cartas.
Yevguenia Nikoláyevna se esforzaba por abrir la puerta sin hacer ruido, andaba de puntillas por el pasillo temiendo encontrársela. Esperaba que de un momento a otro le dijera: «¿Por qué transgrede la ley? Seré yo la que tenga que responder por ello».
A la mañana siguiente, Yevguenia Nikoláyevna entró en el despacho de Rizin y le contó la espera infructuosa en la oficina de pasaportes.
– Ayúdeme a conseguir un billete para el barco de Kazán, de lo contrario me enviarán a un yacimiento de turba por haber quebrantado la ley de pasaportes.
Ya no le pidió nada más sobre el certificado y en adelante se dirigió a él con tono sarcástico, airado.
Aquel hombre apuesto y fornido, de voz dulce, la miraba avergonzado por su propia debilidad. Ella sentía constantemente su mirada melancólica y tierna sobre su espalda, sus piernas, su cuello, su nuca; podría advertir aquella insistente mirada de admiración. Pero la fuerza de la ley que regía la circulación de documentos burocráticos, al parecer, no se podía tomar a la ligera.
Aquel día Rizin se acercó a Zhenia y en silencio le dejó sobre una hoja de dibujo el tan anhelado certificado.
Yevguenia también le miró en silencio y los ojos se le anegaron de lágrimas.
– Lo pedí a través de la sección secreta -dijo Rizin-. Pero sin demasiadas esperanzas y de repente recibí la autorización del superior.
Los colegas de Yevguenia la felicitaban, diciéndole: «Por fin se han terminado tus sufrimientos».
Fue a la comisaría. La gente de la cola la saludó, algunos la reconocieron, e incluso le preguntaron: «¿Cómo va…?». Otras voces le propusieron: «No haga cola, pase directamente, su asunto es de un minuto, ¿para qué va a estar esperando dos horas?».
La mesa del despacho y la caja fuerte pintada burdamente de marrón a imitación de madera ya no le parecían tan lúgubres ni burocráticas.
Grishin miró fijamente cómo los dedos apresurados de Zhenia depositaban ante él el papel requerido y asintió imperceptiblemente, satisfecho:
– Bien, entonces deje el pasaporte y los certificados y dentro de tres días vuelva en horario de oficina; podrá retirar sus documentos en recepción.
Su tono de voz era el de costumbre, pero a Zhenia le pareció que sus ojos claros le sonreían amistosamente.
De regreso a casa pensaba que Grishin se había revelado un ser humano como cualquier otro: había sonreído al hacer una buena acción. Resultó que no era un desalmado y comenzó a sentirse incómoda por todo lo malo que había pensado sobre el jefe de la sección de pasaportes.
Tres días más tarde una mano grande femenina con las uñas pintadas de esmalte rojo oscuro le alargó a través de la ventanilla el pasaporte con los papeles cuidadosamente doblados en su interior. Zhenia leyó la resolución escrita con caligrafía bien legible: «Permiso de residencia denegado por no tener relación con la habitación que ocupa».
– Hijo de perra -profirió en voz alta Zhenia sin lograr contenerse-. Te has estado divirtiendo a mi costa, torturador despiadado.
Gritaba agitando en el aire su pasaporte sin sello, volviéndose a la gente de la cola en busca de apoyo, pero vio que le daban la espalda. Por un momento se inflamó en ella un espíritu de insurrección, desesperación y rabia. Así gritaban las mujeres que habían enloquecido de desesperación en las colas de 1937, en espera de tener noticias sobre familiares condenados sin derecho a correspondencia, en la sala en penumbra de la cárcel de Butirka, en Matrósskaya Tishiná, en Sokólniki.
Un miliciano apostado en el pasillo cogió a Zhenia por el codo y la empujó hacia la puerta.
– ¡Déjeme, no me toque! -gritó y se zafó de la mano del miliciano, apartándole de un empujón.
– Ciudadana -le dijo con voz ronca-. Basta ya, le van a caer diez años.
Le pareció atisbar en los ojos del miliciano una chispa de compasión, de piedad.
Se dirigió rápidamente a la salida. Por la calle los transeúntes que caminaban empujándola tenían todos sus papeles en regla, sus permisos de residencia, sus cartillas de racionamiento…
[...]
Vasili Grossman
Primera parte, capítulo 24
Quienes lean esto se sentirán todos identificados, pues a todos nos han hecho perder el tiempo, nos han frustrado, nos han toreado y hemos visto cómo la otra persona encima sentía satisfacción por ello, una prueba de que la literatura en mayúsculas es universal y atemporal.
El libro se ambienta en la Rusia de la Segunda Guerra Mundial.
[...]
A pesar de las dificultades de la vida, se sentía ligera y emancipada. Durante mucho tiempo, hasta que no obtuvo el permiso de residencia [28], no tuvo derecho a cartilla de racionamiento y sólo podía comer una vez al día en el comedor con los cupones de comida. Ya desde la mañana pensaba en el momento de entrar al comedor y que le dieran un plato de sopa.
[...]
Yevguenia Nikoláyevna tuvo que hacer frente a muchas dificultades para obtener el permiso de residencia.
El jefe de la oficina de diseños y proyectos donde ella había comenzado a trabajar, el teniente coronel Rizin, un hombre alto de voz suave y susurrante, desde el primer día comenzó a lamentarse por la responsabilidad que había asumido contratando a alguien que no tenía los papeles en regla. Le ordenó, pues, que fuera a la comisaría local después de extenderle un certificado de trabajo.
Un oficial de la comisaría se quedó con el pasaporte de Yevguenia Nikoláyevna y su certificado y le dijo que volviera al cabo de tres días para conocer la respuesta.
Cuando llegó el día asignado, Yevguenia Nikoláyevna entró en el pasillo en penumbra donde había personas sentadas a la espera de ser recibidas; sus rostros reflejaban esa expresión particular que a menudo muestran las personas que han ido a la comisaría por cuestiones relacionadas con el pasaporte o permisos de residencia. Yevguenia se acercó a la ventanilla. Una mano femenina con las uñas pintadas con un esmalte rojo oscuro le alargó el pasaporte y le dijo con voz tranquila:
– Se lo han denegado.
Se puso a la cola para hablar con el jefe de la sección de pasaportes. La gente de la fila hablaba a media voz y seguía con la mirada a las empleadas con los labios pintados, vestidas con chaquetones guateados y botas, que pasaban por el pasillo. Un hombre ataviado con un abrigo de entretiempo y una visera pasó calmosamente; el cuello de la guerrera militar le asomaba por debajo de la bufanda; sus botas crujían. Abrió con una pequeña llave la cerradura: era Grishin, el jefe de la sección de pasaportes. Yevguenia Nikoláyevna observó que las personas que guardaban cola no se habían alegrado como acostumbra a suceder después de una larga espera, sino que cuando se acercaban a la puerta miraban temerosos a los lados, como si estuvieran a punto de echarse a correr en el último momento.
[...]
Yevguenia Nikoláyevna entró en el despacho de Grishin. Éste le indicó con un gesto que tomara asiento, miró sus documentos y dijo:
– Se lo han denegado -dijo-. ¿Qué quiere?
– Camarada Grishin -dijo ella con voz trémula-, entiéndalo, durante todo esto tiempo no he recibido la cartilla de racionamiento.
El hombre la miró con ojos imperturbables, su cara ancha y joven expresaba una indiferencia ausente.
– Camarada Grishin -dijo Zhenia-, deténgase un momento a pensar en esta incongruencia. En Kúibishev hay una calle que lleva mi apellido, la calle Sháposhnikov, en honor a mi padre, uno de los pioneros del movimiento revolucionario en Samara, y ustedes deniegan el permiso de residencia a su hija…
Los ojos serenos de Grishin se clavaron en ella: la estaba escuchando.
– Necesito una petición oficial -dijo él-. Sin petición no hay permiso.
– Pero es que yo trabajo en una institución militar. -Eso no consta en su certificado de trabajo.
– ¿Puede ser de ayuda?
Grishin respondió de mala gana:
– Tal vez.
Por la mañana, cuando Yevguenia Nikoláyevna acudió al trabajo contó a Rizin que le habían denegado el permiso de residencia. El hombre levantó las manos y dijo con voz queda:
– Ay, qué estúpidos, quizá no entiendan que se ha convertido en una trabajadora indispensable para nosotros, que usted presta servicio a la Defensa.
– Así es -confirmó Yevguenia-. Me han dicho que necesito un documento oficial que certifique que nuestra oficina está subordinada al Comisariado Popular de Defensa. Se lo ruego encarecidamente: redáctemelo y esta tarde lo llevaré a la comisaría.
Al cabo de un rato, Rizin se acercó a Zhenia y con voz culpable dijo:
– Necesito una solicitud por escrito de la policía. De lo contrario tengo prohibido escribir un certificado de ese tipo.
Esa misma tarde Yevguenia fue a la comisaría y, después de la inevitable cola, pidió a Grishin la solicitud, odiándose a sí misma por su sonrisa aduladora.
– No pienso escribirle ninguna solicitud -dijo Grishin. Rizin, al enterarse de la nueva negativa de Grishin, se lamentó y dijo pensativo:
– Bien, dígale que me haga una petición verbal.
La tarde siguiente Zhenia debía encontrarse con el literato moscovita Limónov, que en un tiempo había sido amigo de su padre. Justo después de salir del trabajo se dirigió a la comisaría y pidió a la gente que aguardaba en la cola que le permitieran pasar a ver al jefe de la sección de pasaportes «literalmente un minuto», sólo para hacer una pregunta. La gente se encogió de hombros y desvió la mirada. Al final, dijo con rabia:
– ¿Ah, sí? ¿Quién es el último?
Aquel día el ambiente en la comisaría era especialmente deprimente. Una mujer con las piernas llenas de varices sufrió un ataque de histeria en el despacho de Grishin y se puso a gritar: «Se lo ruego, se lo ruego». Un manco lanzó improperios contra Grishin en el mismo despacho; el siguiente también armó un alboroto, se oían sus palabras: «No me iré de aquí». Pero en realidad se fue enseguida. En medio de aquel jaleo no se oía a Grishin, no levantó la voz ni una sola vez; incluso parecía que no estaba presente, como si la gente gritara y amenazara para sí misma.
Yevguenia hizo cola durante una hora y media y, de nuevo, odiando su propia cara amable y el emocionado «muchas gracias» que pronunció en respuesta a una pequeña señal de Grishin para que se sentara, le pidió que llamara por teléfono a su jefe, explicando que éste dudaba de si tenía derecho a redactar un certificado sin una solicitud previa con un número y sello, pero que después había accedido a escribirle el certificado con la nota: «En respuesta a su solicitud oral del día tal del mes tal».
Yevguenia Nikoláyevna colocó sobre la mesa de Grishin un papelito preparado de antemano donde con caligrafía gruesa y clara había escrito el apellido y patronímico de Rizin, número de teléfono, cargo, rango y en letra pequeña, entre paréntesis: «pausa para comer» y «desde… hasta».
– No haré ninguna solicitud.
– Pero ¿por qué? -preguntó ella.
– No debo hacerlo.
– El teniente coronel Rizin dice que sin solicitud, aunque sea oral, no tiene permiso para escribir un certificado.
– Si no tiene permiso, que no lo escriba.
– Pero ¿qué voy a hacer yo?
– Eso es asunto suyo.
La pasmosa tranquilidad de Grishin la desconcertó; si se hubiera enfadado o irritado por su insistencia, se habría sentido mejor. Pero Grishin continuaba allí sentado, de medio perfil, sin pestañear siquiera, sin prisa.
Yevguenia Nikoláyevna sabía que los hombres se fijaban en su belleza, lo percibía cuando hablaba con ellos. Pero Grishin la miraba como si fuera una vieja con ojos lacrimosos o una lisiada; al entrar en aquel despacho ya no era un ser humano, una mujer joven y atractiva, sólo una solicitante.
A Yevguenia la confundía su propia debilidad, del mismo modo que la confundía la seguridad monolítica de Grishin. Yevguenia Nikoláyevna caminaba por la calle, se apresuraba, llegaba con más de una hora de retraso a su cita con Limónov; pero mientras se afanaba en llegar, había perdido todo interés ante ese encuentro. Todavía podía sentir el olor del pasillo de la comisaría, aún veía las caras de los que hacían cola, el retrato de Stalin iluminado por la luz tenue de la lámpara eléctrica; y al lado, Grishin. Grishin, tranquilo, sencillo, cuya alma mortal concentraba la omnipotencia granítica del Estado.
Limónov, un hombre alto, grueso, cabezón, con rizos alrededor de su gran calvicie, la recibió con alegría.
– Comenzaba a temer que ya no viniera -le dijo mientras la ayudaba a quitarse el abrigo.
Le preguntó sobre Aleksandra Vladímirovna:
– Desde que éramos estudiantes, su madre ha sido para mí el modelo de mujer rusa con alma valiente. Siempre escribo de ella en mis libros, es decir, no propiamente de ella, sino en general, bueno, ya me entiende.
Bajando la voz y echando una ojeada a la puerta, le preguntó:
– ¿Alguna noticia de Dmitri?
Luego comenzaron a hablar de pintura, y los dos se ensañaron con Repin. Limónov se puso a hacer una tortilla en su cocinilla eléctrica, jactándose de ser el mejor especialista en tortillas de Rusia; tanto era así que el chef del Nacional había aprendido de él.
– Entonces, ¿qué tal? -preguntó ansioso mientras servía a Zhenia y, entre suspiros, añadió-: Lo confieso, me encanta comer.
¡Cómo persistía el peso de las impresiones experimentadas en las dependencias policiales! Al llegar a la habitación cálida de Limónov, llena de libros y revistas, donde enseguida se agregaron dos personas mayores perspicaces y amantes del arte, Zhenia no pudo arrancar a Grishin de su corazón helado.
Pero la gran fuerza de la conversación, libre e inteligente, hizo que Zhenia, al poco rato, se olvidara de Grishin y de los rostros de angustia de las personas en la cola. Parecía no existir nada más en la vida que las conversaciones sobre Rubliov, Picasso, la poesía de Ajmátova y Pasternak, las obras de Bulgákov…
Pero una vez salió a la calle se olvidó de las conversaciones inteligentes. Grishin, Grishin… En el piso nadie le preguntó si había logrado el permiso de residencia, ni le pidió que le enseñara el pasaporte con el sello estampado. Pero desde hacía varios días tenía la impresión de que la controlaba la mujer más anciana del apartamento, Glafira Dmítrievna, una mujer de nariz larga, siempre afable, vivaracha, de voz embelesadora e inmensamente falsa. Cada vez que se topaba con Glafira Dmítrievna y veía sus ojos oscuros, a un mismo tiempo zalameros y lúgubres, Zhenia se asustaba. Tenía la sospecha de que en su ausencia Glafira Dmítrievna, con una llave maestra, se colaba en su habitación, revolvía entre sus papeles, apuntaba sus declaraciones para la milicia, leía sus cartas.
Yevguenia Nikoláyevna se esforzaba por abrir la puerta sin hacer ruido, andaba de puntillas por el pasillo temiendo encontrársela. Esperaba que de un momento a otro le dijera: «¿Por qué transgrede la ley? Seré yo la que tenga que responder por ello».
A la mañana siguiente, Yevguenia Nikoláyevna entró en el despacho de Rizin y le contó la espera infructuosa en la oficina de pasaportes.
– Ayúdeme a conseguir un billete para el barco de Kazán, de lo contrario me enviarán a un yacimiento de turba por haber quebrantado la ley de pasaportes.
Ya no le pidió nada más sobre el certificado y en adelante se dirigió a él con tono sarcástico, airado.
Aquel hombre apuesto y fornido, de voz dulce, la miraba avergonzado por su propia debilidad. Ella sentía constantemente su mirada melancólica y tierna sobre su espalda, sus piernas, su cuello, su nuca; podría advertir aquella insistente mirada de admiración. Pero la fuerza de la ley que regía la circulación de documentos burocráticos, al parecer, no se podía tomar a la ligera.
Aquel día Rizin se acercó a Zhenia y en silencio le dejó sobre una hoja de dibujo el tan anhelado certificado.
Yevguenia también le miró en silencio y los ojos se le anegaron de lágrimas.
– Lo pedí a través de la sección secreta -dijo Rizin-. Pero sin demasiadas esperanzas y de repente recibí la autorización del superior.
Los colegas de Yevguenia la felicitaban, diciéndole: «Por fin se han terminado tus sufrimientos».
Fue a la comisaría. La gente de la cola la saludó, algunos la reconocieron, e incluso le preguntaron: «¿Cómo va…?». Otras voces le propusieron: «No haga cola, pase directamente, su asunto es de un minuto, ¿para qué va a estar esperando dos horas?».
La mesa del despacho y la caja fuerte pintada burdamente de marrón a imitación de madera ya no le parecían tan lúgubres ni burocráticas.
Grishin miró fijamente cómo los dedos apresurados de Zhenia depositaban ante él el papel requerido y asintió imperceptiblemente, satisfecho:
– Bien, entonces deje el pasaporte y los certificados y dentro de tres días vuelva en horario de oficina; podrá retirar sus documentos en recepción.
Su tono de voz era el de costumbre, pero a Zhenia le pareció que sus ojos claros le sonreían amistosamente.
De regreso a casa pensaba que Grishin se había revelado un ser humano como cualquier otro: había sonreído al hacer una buena acción. Resultó que no era un desalmado y comenzó a sentirse incómoda por todo lo malo que había pensado sobre el jefe de la sección de pasaportes.
Tres días más tarde una mano grande femenina con las uñas pintadas de esmalte rojo oscuro le alargó a través de la ventanilla el pasaporte con los papeles cuidadosamente doblados en su interior. Zhenia leyó la resolución escrita con caligrafía bien legible: «Permiso de residencia denegado por no tener relación con la habitación que ocupa».
– Hijo de perra -profirió en voz alta Zhenia sin lograr contenerse-. Te has estado divirtiendo a mi costa, torturador despiadado.
Gritaba agitando en el aire su pasaporte sin sello, volviéndose a la gente de la cola en busca de apoyo, pero vio que le daban la espalda. Por un momento se inflamó en ella un espíritu de insurrección, desesperación y rabia. Así gritaban las mujeres que habían enloquecido de desesperación en las colas de 1937, en espera de tener noticias sobre familiares condenados sin derecho a correspondencia, en la sala en penumbra de la cárcel de Butirka, en Matrósskaya Tishiná, en Sokólniki.
Un miliciano apostado en el pasillo cogió a Zhenia por el codo y la empujó hacia la puerta.
– ¡Déjeme, no me toque! -gritó y se zafó de la mano del miliciano, apartándole de un empujón.
– Ciudadana -le dijo con voz ronca-. Basta ya, le van a caer diez años.
Le pareció atisbar en los ojos del miliciano una chispa de compasión, de piedad.
Se dirigió rápidamente a la salida. Por la calle los transeúntes que caminaban empujándola tenían todos sus papeles en regla, sus permisos de residencia, sus cartillas de racionamiento…
[...]
lunes, 12 de octubre de 2015
Si la envidia fuera tiña II
Las cruzadas vistas por los árabes
Amin Maalouf
Epílogo
Lo único que tengo que decir de este texto es que tuve que leer este libro hace poco para la carrera y que, gracias a este epílogo, entiendo que las cosas no son ni tan sencillas ni tan complejas como muchas veces creemos por ignorar ciertas cosas que no están en los libros.
En apariencia, el mundo árabe acababa de conseguir una brillante victoria. Si
Occidente pretendía, con sus sucesivas invasiones, contener el empuje del Islam, el
resultado fue precisamente el contrario. Los musulmanes no sólo habían arrancado de
raíz los Estados francos de Oriente tras dos siglos de colonización, sino que, además, se
habían recuperado tan bien que se aprestaban a lanzarse de nuevo, bajo el estandarte
de los turcos otomanos, a la conquista de la propia Europa. En 1453, Constantinopla
caía en sus manos; en 1529, sus jinetes estaban acampados ante las murallas de Viena.
Decíamos que se trataba de una simple apariencia, pues desde la perspectiva
histórica se comprueba que en la época de las cruzadas, el mundo árabe, desde España
hasta Irak, es aún, intelectual y materialmente, el depositario de la civilización más
avanzada del planeta. Después, el centro del mundo se desplaza de forma decidida
hacia el oeste. ¿Se da aquí una relación de causa a efecto? ¿Puede llegarse a afirmar que
las cruzadas dieron la señal para el auge de Europa occidental —que iba a dominar el
mundo de forma progresiva— y fueron el toque de difuntos de la civilización árabe?
Esta opinión no es falsa, pero hay que matizarla. Los árabes padecían, desde antes
de las cruzadas, determinadas «taras» que la presencia franca desveló y quizá agravó,
pero que no creó de la nada.
El pueblo del Profeta había perdido, ya desde el siglo IX, el control de su destino.
Prácticamente todos sus dirigentes eran extranjeros. ¿Quiénes eran árabes entre esa
muchedumbre de personajes que hemos visto desfilar a lo largo de dos siglos de
ocupación franca? Los cronistas, los cadíes, algunos reyezuelos locales —Ibn Amar, Ibn
Muqidh— y los inútiles califas. Pero los depositarios reales del poder e incluso los
principales héroes de la lucha contra los frany —Zangi, Nur al‐Din, Qutuz, Baybars,
Qalaun— eran turcos; al‐Afdal era armenio; Shirkuh, Saladino, al‐Adel, al‐Kamel eran
kurdos. Cierto es que la mayor parte de esos hombres de Estado eran árabes cultural y
efectivamente, pero no olvidemos que hemos visto en 1134 al sultán Masud discutir
con el califa al‐Mustarshid utilizando un intérprete porque el selyúcida, transcurridos
ochenta años desde la toma de Bagdad por su clan, seguía sin hablar una palabra de
árabe. Lo que es más grave aún: gran número de guerreros de las estepas, sin ningún
vínculo con las civilizaciones árabes o mediterráneas, se iban integrando de forma
regular en la casta militar dirigente. Dominados, oprimidos, despreciados, extraños en
su propia tierra, los árabes no podían proseguir su florecimiento cultural que había
comenzado en el siglo VII. Cuando llegan los frany, ya han dejado de progresar y se
conforman con vivir de las rentas del pasado, y, aunque es cierto que todavía iban
claramente por delante de esos invasores en casi todos los aspectos, ya había
empezado su ocaso.
La segunda «tara» de los árabes, que no deja de tener relación con la primera,
consiste en su incapacidad para crear instituciones estables. Los frany consiguieron
crear, nada más llegar a Oriente, verdaderos Estados. En Jerusalén, generalmente la
sucesión se producía sin tropiezos; un consejo del reino ejercía un control efectivo en la
política del monarca y el clero desempeñaba un papel reconocido en el juego del
poder. En los Estados musulmanes no sucede nada de esto, toda monarquía estaba
amenazada a la muerte del monarca, toda transmisión del poder provocaba una guerra
civil. ¿Hay que echarle toda la culpa de este fenómeno a las sucesivas invasiones que
volvían a cuestionar constantemente la propia existencia de los Estados? ¿Hay que
responsabilizar de ello a los orígenes nómadas de los pueblos que dominaron esta
región, se trate de los propios árabes, de los turcos o de los mogoles? En este epílogo
no se puede zanjar tal cuestión. Contentémonos con dejar sentado que se sigue
planteando, en términos casi iguales, en el mundo árabe de finales del siglo XX.
La ausencia de instituciones estables y reconocidas no podía dejar de tener
consecuencias en lo tocante a las libertades. Entre los occidentales, el poder de los
monarcas se rige, en la época de las cruzadas, por principios que es difícil vulnerar.
Usama hace la observación, durante una visita al reino de Jerusalén, de que «cuando
los caballeros dictan una sentencia, el rey no puede modificarla ni anularla.» Aún más
significativo es el siguiente testimonio de Ibn Yubayr en los últimos días de su viaje a
Oriente:
"Al salir de Tibnin (cerca de Tiro), hemos cruzado una ininterrumpida serie de
casas de labor y de aldeas con tierras eficazmente explotadas. Sus habitantes son
todos ellos musulmanes pero viven con bienestar entre los frany ¡Dios nos libre
de las tentaciones! Sus viviendas les pertenecen y les han dejado todos sus
bienes. Todas las regiones controladas por los frany en Siria se ven sometidas a
este mismo régimen: las propiedades rurales, aldeas y casas de labor han
quedado en manos de los musulmanes. Ahora bien, la duda penetra en el
corazón de gran número de estos hombres cuando comparan su suerte con la de
sus hermanos que viven en territorio musulmán. Estos últimos padecen la
injusticia de sus correligionarios mientras que los frany actúan con equidad".
Hace bien en preocuparse Ibn Yubayr, pues acaba de descubrir, en los caminos del
actual sur del Líbano, una realidad preñada de consecuencias: aun cuando el concepto
de la justicia entre los frany presente algunos aspectos que podrían calificarse de
«bárbaros», como destaca Usama, su sociedad tiene la ventaja de ser «distribuidora de
derechos». Es cierto que aún no existe la noción de ciudadano, pero los feudales, los
caballeros, el clero, la universidad, los burgueses e incluso los campesinos infieles
tienen todos unos derechos claramente establecidos. En el Oriente árabe, el
procedimiento de los tribunales es más racional; sin embargo, no existe límite alguno
para el poder arbitrario del príncipe. Ello sólo podía suponer un retraso para el
desarrollo de las ciudades comerciales así como para la evolución de las ideas.
La reacción de Ibn Yubayr merece incluso un examen más atento. Aunque tiene la
honradez de reconocer las cualidades del «enemigo maldito», se deshace luego en
imprecaciones, estimando que la equidad de los frany y su buena administración
constituyen un peligro mortal para los musulmanes. ¿Acaso éstos no corren el riesgo
de dar la espalda a sus correligionarios —y a su religión— si hallan el bienestar en la
sociedad franca? Por comprensible que sea, la actitud del viajero no deja de ser
sintomática de un mal que padecen sus hermanos: durante todas las cruzadas, los
árabes se negaron a abrirse a las ideas llegadas de Occidente. Y, probablemente, éste es
el efecto más desastroso de las agresiones de que fueron víctimas. Para el invasor
aprender la lengua del pueblo conquistado constituye una habilidad: para este último,
aprender la lengua del conquistador supone un compromiso, incluso una traición. De
hecho, muchos frany aprendieron el árabe mientras que los indígenas, salvo algunos
cristianos, permanecieron impermeables a los idiomas de los occidentales.
Se podrían multiplicar los ejemplos pues, en todos los terrenos, los frany han
aprendido de los árabes, tanto en Siria como en España o en Sicilia. Y lo que de ellos
aprendieron era indispensable para su ulterior expansión. Si se transmitió la herencia
de la civilización griega a Europa occidental fue a través de los árabes, traductores y
continuadores. En medicina, astronomía, química, geografía, matemáticas y
arquitectura, los frany adquirieron sus conocimientos en los libros árabes que
asimilaron, imitaron y luego superaron. ¡Cuántas palabras dan aún testimonio de ello:
cénit, nadir, acimut, álgebra, algoritmo o, sencillamente, «cifra»! En lo tocante a la
industria, los europeos tomaron, antes de mejorarlos, los procedimientos que
utilizaban los árabes para fabricar papel, trabajar el cuero y los tejidos, destilar el
alcohol y el azúcar —otras dos palabras tomadas del árabe. Tampoco se puede olvidar
hasta qué punto se ha enriquecido también la agricultura europea en contacto con
Oriente: albaricoques, berenjenas, escaloñas, naranjas, sandías... La lista de palabras
«árabes» es interminable.
Mientras que, para Europa occidental, la época de las cruzadas era el comienzo de
una verdadera revolución, a la vez económica y cultural, en Oriente estas guerras
santas iban a desembocar en largos siglos de decadencia y oscurantismo. Asediado por
doquier, el mundo musulmán se encierra en sí mismo, se ha vuelto friolero, defensivo,
intolerante, estéril, otras tantas actitudes que se agravan a medida que prosigue la
evolución del planeta de la que se siente al margen. A partir de entonces, el progreso
será algo ajeno, al igual que el modernismo. ¿Era necesario afirmar la propia identidad
cultural y religiosa rechazando ese modernismo cuyo símbolo era Occidente? ¿Era
necesario, por el contrario, emprender resueltamente el camino de la modernización
corriendo el riesgo de perder la propia identidad? Ni Irán ni Turquía ni el mundo
árabe han conseguido resolver este dilema; por ello seguimos asistiendo hoy en día a
una alternancia con frecuencia brutal entre fases de occidentalización forzada y fases
de integrismo a ultranza fuertemente xenófobo.
El mundo árabe, fascinado y a la vez espantado por esos frany a los que ha conocido
cuando eran unos bárbaros, a los que ha vencido, pero que, después, han conseguido
dominar la tierra, no puede decidirse a considerar las cruzadas como un simple
episodio de un pasado que no volverá. Con frecuencia sorprende descubrir hasta qué
punto la actitud de los árabes, y de los musulmanes en general, respecto a Occidente
sigue, incluso hoy, bajo la influencia de los acontecimientos que se supone terminaron
hace siete siglos.
Ahora bien, en vísperas del tercer milenio, los responsables religiosos y políticos del
mundo árabe se remiten constantemente a Saladino, a la caída de Jerusalén y a su
reconquista. Se asimila a Israel, tanto de forma popular como en algunos discursos
oficiales, a un nuevo Estado de cruzados. De las tres divisiones del Ejército de
Liberación Palestina, uno lleva el nombre de Hattina y otra el de Ain Yalut. Al
presidente Nasser, en sus tiempos de gloria, lo comparaban de manera habitual con
Saladino que, como él, había reunido Siria y Egipto —¡e incluso Yemen!—. En cuanto a
la expedición de Suez de 1956 se vivió, al igual que la de 1191, como una cruzada
dirigida por franceses e ingleses.
Cierto es que los parecidos llaman la atención. ¿Cómo no pensar en el presidente
Sadat al escuchar a Sibt Ibn al‐Yawzi denunciar ante el pueblo de Damasco la
«traición» del señor de El Cairo, al‐Kamel, que osó reconocer la soberanía del enemigo
sobre la Ciudad Santa? ¿Cómo distinguir el pasado del presente cuando se considera la
lucha entre Damasco y Jerusalén por el control del Golán o de la Bekaa? ¿Cómo no
quedarse pensativo al leer las reflexiones de Usama acerca de la superioridad militar
de los invasores?
En un mundo musulmán víctima de perpetuas agresiones, no se puede impedir que
salga a flote un sentimiento de persecución que adquiere, en algunos fanáticos, la
forma de una peligrosa obsesión: ¿acaso no vimos al turco Mehemet Ali Agka disparar
al papa el 13 de mayo de 1981 tras haber explicado en una carta: He decidido matar a
Juan Pablo II, comandante supremo de los cruzados? Más allá del hecho individual,
está claro que el Oriente árabe sigue viendo en Occidente un enemigo natural.
Cualquier acto hostil contra él, sea político, militar o relacionado con el petróleo, no es
más que una legítima revancha; y no cabe duda de que la quiebra entre estos dos
mundos viene de la época de las cruzadas, que aún hoy los árabes consideran una
violación.
Amin Maalouf
Epílogo
Lo único que tengo que decir de este texto es que tuve que leer este libro hace poco para la carrera y que, gracias a este epílogo, entiendo que las cosas no son ni tan sencillas ni tan complejas como muchas veces creemos por ignorar ciertas cosas que no están en los libros.
En apariencia, el mundo árabe acababa de conseguir una brillante victoria. Si
Occidente pretendía, con sus sucesivas invasiones, contener el empuje del Islam, el
resultado fue precisamente el contrario. Los musulmanes no sólo habían arrancado de
raíz los Estados francos de Oriente tras dos siglos de colonización, sino que, además, se
habían recuperado tan bien que se aprestaban a lanzarse de nuevo, bajo el estandarte
de los turcos otomanos, a la conquista de la propia Europa. En 1453, Constantinopla
caía en sus manos; en 1529, sus jinetes estaban acampados ante las murallas de Viena.
Decíamos que se trataba de una simple apariencia, pues desde la perspectiva
histórica se comprueba que en la época de las cruzadas, el mundo árabe, desde España
hasta Irak, es aún, intelectual y materialmente, el depositario de la civilización más
avanzada del planeta. Después, el centro del mundo se desplaza de forma decidida
hacia el oeste. ¿Se da aquí una relación de causa a efecto? ¿Puede llegarse a afirmar que
las cruzadas dieron la señal para el auge de Europa occidental —que iba a dominar el
mundo de forma progresiva— y fueron el toque de difuntos de la civilización árabe?
Esta opinión no es falsa, pero hay que matizarla. Los árabes padecían, desde antes
de las cruzadas, determinadas «taras» que la presencia franca desveló y quizá agravó,
pero que no creó de la nada.
El pueblo del Profeta había perdido, ya desde el siglo IX, el control de su destino.
Prácticamente todos sus dirigentes eran extranjeros. ¿Quiénes eran árabes entre esa
muchedumbre de personajes que hemos visto desfilar a lo largo de dos siglos de
ocupación franca? Los cronistas, los cadíes, algunos reyezuelos locales —Ibn Amar, Ibn
Muqidh— y los inútiles califas. Pero los depositarios reales del poder e incluso los
principales héroes de la lucha contra los frany —Zangi, Nur al‐Din, Qutuz, Baybars,
Qalaun— eran turcos; al‐Afdal era armenio; Shirkuh, Saladino, al‐Adel, al‐Kamel eran
kurdos. Cierto es que la mayor parte de esos hombres de Estado eran árabes cultural y
efectivamente, pero no olvidemos que hemos visto en 1134 al sultán Masud discutir
con el califa al‐Mustarshid utilizando un intérprete porque el selyúcida, transcurridos
ochenta años desde la toma de Bagdad por su clan, seguía sin hablar una palabra de
árabe. Lo que es más grave aún: gran número de guerreros de las estepas, sin ningún
vínculo con las civilizaciones árabes o mediterráneas, se iban integrando de forma
regular en la casta militar dirigente. Dominados, oprimidos, despreciados, extraños en
su propia tierra, los árabes no podían proseguir su florecimiento cultural que había
comenzado en el siglo VII. Cuando llegan los frany, ya han dejado de progresar y se
conforman con vivir de las rentas del pasado, y, aunque es cierto que todavía iban
claramente por delante de esos invasores en casi todos los aspectos, ya había
empezado su ocaso.
La segunda «tara» de los árabes, que no deja de tener relación con la primera,
consiste en su incapacidad para crear instituciones estables. Los frany consiguieron
crear, nada más llegar a Oriente, verdaderos Estados. En Jerusalén, generalmente la
sucesión se producía sin tropiezos; un consejo del reino ejercía un control efectivo en la
política del monarca y el clero desempeñaba un papel reconocido en el juego del
poder. En los Estados musulmanes no sucede nada de esto, toda monarquía estaba
amenazada a la muerte del monarca, toda transmisión del poder provocaba una guerra
civil. ¿Hay que echarle toda la culpa de este fenómeno a las sucesivas invasiones que
volvían a cuestionar constantemente la propia existencia de los Estados? ¿Hay que
responsabilizar de ello a los orígenes nómadas de los pueblos que dominaron esta
región, se trate de los propios árabes, de los turcos o de los mogoles? En este epílogo
no se puede zanjar tal cuestión. Contentémonos con dejar sentado que se sigue
planteando, en términos casi iguales, en el mundo árabe de finales del siglo XX.
La ausencia de instituciones estables y reconocidas no podía dejar de tener
consecuencias en lo tocante a las libertades. Entre los occidentales, el poder de los
monarcas se rige, en la época de las cruzadas, por principios que es difícil vulnerar.
Usama hace la observación, durante una visita al reino de Jerusalén, de que «cuando
los caballeros dictan una sentencia, el rey no puede modificarla ni anularla.» Aún más
significativo es el siguiente testimonio de Ibn Yubayr en los últimos días de su viaje a
Oriente:
"Al salir de Tibnin (cerca de Tiro), hemos cruzado una ininterrumpida serie de
casas de labor y de aldeas con tierras eficazmente explotadas. Sus habitantes son

de las tentaciones! Sus viviendas les pertenecen y les han dejado todos sus
bienes. Todas las regiones controladas por los frany en Siria se ven sometidas a
este mismo régimen: las propiedades rurales, aldeas y casas de labor han
quedado en manos de los musulmanes. Ahora bien, la duda penetra en el
corazón de gran número de estos hombres cuando comparan su suerte con la de
sus hermanos que viven en territorio musulmán. Estos últimos padecen la
injusticia de sus correligionarios mientras que los frany actúan con equidad".
Hace bien en preocuparse Ibn Yubayr, pues acaba de descubrir, en los caminos del
actual sur del Líbano, una realidad preñada de consecuencias: aun cuando el concepto
de la justicia entre los frany presente algunos aspectos que podrían calificarse de
«bárbaros», como destaca Usama, su sociedad tiene la ventaja de ser «distribuidora de
derechos». Es cierto que aún no existe la noción de ciudadano, pero los feudales, los
caballeros, el clero, la universidad, los burgueses e incluso los campesinos infieles
tienen todos unos derechos claramente establecidos. En el Oriente árabe, el
procedimiento de los tribunales es más racional; sin embargo, no existe límite alguno
para el poder arbitrario del príncipe. Ello sólo podía suponer un retraso para el
desarrollo de las ciudades comerciales así como para la evolución de las ideas.
La reacción de Ibn Yubayr merece incluso un examen más atento. Aunque tiene la
honradez de reconocer las cualidades del «enemigo maldito», se deshace luego en
imprecaciones, estimando que la equidad de los frany y su buena administración
constituyen un peligro mortal para los musulmanes. ¿Acaso éstos no corren el riesgo
de dar la espalda a sus correligionarios —y a su religión— si hallan el bienestar en la
sociedad franca? Por comprensible que sea, la actitud del viajero no deja de ser
sintomática de un mal que padecen sus hermanos: durante todas las cruzadas, los
árabes se negaron a abrirse a las ideas llegadas de Occidente. Y, probablemente, éste es
el efecto más desastroso de las agresiones de que fueron víctimas. Para el invasor
aprender la lengua del pueblo conquistado constituye una habilidad: para este último,
aprender la lengua del conquistador supone un compromiso, incluso una traición. De
hecho, muchos frany aprendieron el árabe mientras que los indígenas, salvo algunos
cristianos, permanecieron impermeables a los idiomas de los occidentales.
Se podrían multiplicar los ejemplos pues, en todos los terrenos, los frany han
aprendido de los árabes, tanto en Siria como en España o en Sicilia. Y lo que de ellos
aprendieron era indispensable para su ulterior expansión. Si se transmitió la herencia
de la civilización griega a Europa occidental fue a través de los árabes, traductores y
continuadores. En medicina, astronomía, química, geografía, matemáticas y
arquitectura, los frany adquirieron sus conocimientos en los libros árabes que
asimilaron, imitaron y luego superaron. ¡Cuántas palabras dan aún testimonio de ello:
cénit, nadir, acimut, álgebra, algoritmo o, sencillamente, «cifra»! En lo tocante a la
industria, los europeos tomaron, antes de mejorarlos, los procedimientos que
utilizaban los árabes para fabricar papel, trabajar el cuero y los tejidos, destilar el
alcohol y el azúcar —otras dos palabras tomadas del árabe. Tampoco se puede olvidar
hasta qué punto se ha enriquecido también la agricultura europea en contacto con
Oriente: albaricoques, berenjenas, escaloñas, naranjas, sandías... La lista de palabras
«árabes» es interminable.
Mientras que, para Europa occidental, la época de las cruzadas era el comienzo de
una verdadera revolución, a la vez económica y cultural, en Oriente estas guerras
santas iban a desembocar en largos siglos de decadencia y oscurantismo. Asediado por
doquier, el mundo musulmán se encierra en sí mismo, se ha vuelto friolero, defensivo,
intolerante, estéril, otras tantas actitudes que se agravan a medida que prosigue la
evolución del planeta de la que se siente al margen. A partir de entonces, el progreso
será algo ajeno, al igual que el modernismo. ¿Era necesario afirmar la propia identidad
cultural y religiosa rechazando ese modernismo cuyo símbolo era Occidente? ¿Era
necesario, por el contrario, emprender resueltamente el camino de la modernización
corriendo el riesgo de perder la propia identidad? Ni Irán ni Turquía ni el mundo
árabe han conseguido resolver este dilema; por ello seguimos asistiendo hoy en día a
una alternancia con frecuencia brutal entre fases de occidentalización forzada y fases
de integrismo a ultranza fuertemente xenófobo.
El mundo árabe, fascinado y a la vez espantado por esos frany a los que ha conocido
cuando eran unos bárbaros, a los que ha vencido, pero que, después, han conseguido
dominar la tierra, no puede decidirse a considerar las cruzadas como un simple
episodio de un pasado que no volverá. Con frecuencia sorprende descubrir hasta qué
punto la actitud de los árabes, y de los musulmanes en general, respecto a Occidente
sigue, incluso hoy, bajo la influencia de los acontecimientos que se supone terminaron
hace siete siglos.
Ahora bien, en vísperas del tercer milenio, los responsables religiosos y políticos del
mundo árabe se remiten constantemente a Saladino, a la caída de Jerusalén y a su
reconquista. Se asimila a Israel, tanto de forma popular como en algunos discursos
oficiales, a un nuevo Estado de cruzados. De las tres divisiones del Ejército de
Liberación Palestina, uno lleva el nombre de Hattina y otra el de Ain Yalut. Al
presidente Nasser, en sus tiempos de gloria, lo comparaban de manera habitual con
Saladino que, como él, había reunido Siria y Egipto —¡e incluso Yemen!—. En cuanto a
la expedición de Suez de 1956 se vivió, al igual que la de 1191, como una cruzada
dirigida por franceses e ingleses.
Cierto es que los parecidos llaman la atención. ¿Cómo no pensar en el presidente
Sadat al escuchar a Sibt Ibn al‐Yawzi denunciar ante el pueblo de Damasco la
«traición» del señor de El Cairo, al‐Kamel, que osó reconocer la soberanía del enemigo
sobre la Ciudad Santa? ¿Cómo distinguir el pasado del presente cuando se considera la
lucha entre Damasco y Jerusalén por el control del Golán o de la Bekaa? ¿Cómo no
quedarse pensativo al leer las reflexiones de Usama acerca de la superioridad militar
de los invasores?
En un mundo musulmán víctima de perpetuas agresiones, no se puede impedir que
salga a flote un sentimiento de persecución que adquiere, en algunos fanáticos, la
forma de una peligrosa obsesión: ¿acaso no vimos al turco Mehemet Ali Agka disparar
al papa el 13 de mayo de 1981 tras haber explicado en una carta: He decidido matar a
Juan Pablo II, comandante supremo de los cruzados? Más allá del hecho individual,
está claro que el Oriente árabe sigue viendo en Occidente un enemigo natural.
Cualquier acto hostil contra él, sea político, militar o relacionado con el petróleo, no es
más que una legítima revancha; y no cabe duda de que la quiebra entre estos dos
mundos viene de la época de las cruzadas, que aún hoy los árabes consideran una
violación.
jueves, 1 de octubre de 2015
Ahora me ves, ahora no me ves
Battle Royale
Koushun Takami
Segunda parte: etapa intermedia. Capítulos 44-45.
Para entender este texto, es necesario conocer "las reglas del juego" básicas del argumento, que aparecen en el enlace a continuación:
https://es.wikipedia.org/wiki/Battle_Royale_(pel%C3%ADcula) Puntos 1, 2 y 2.1.
En este apartado aparece la muerte de un personaje, aunque no es relevante en el libro y en la película esta secuencia ni siquiera aparece, así que hay poco riesgo en el primer caso e inexistente en el segundo de destripar ningún final o capítulo o escena importante. Yo ya lo he avisado.
[...]
Sho Tsukioka (el estudiante número 14) [...] empezó a seguir al «jefe», que se alejaba de la sanguinaria escena, Sho ya había decidido cómo procedería.
Para ayudar a Sho en su táctica, el candidato principal era indudablemente Kazuo Kiriyama. [...] Había decidido afrontar el juego, estaba seguro de que su plan era la mejor opción. Además, Kazuo no sólo llevaba una ametralladora (¿era el arma que le había correspondido o pertenecía a uno de los tres estudiantes que había matado?), sino también la pistola de Mitsuru. En estos momentos, nadie podía vencer a Kazuo en una confrontación directa.
No obstante, Sho tenía una ventaja: una cosa en la que sabía que era muy bueno. Tenía un talento natural para introducirse de incógnito en los sitios y robar cuando nadie estaba mirando, y también era muy bueno siguiendo a la gente sin que lo notaran. Un talento natural para ser un rastrero en todos los aspectos —«¿Qué quieres decir con “rastrero”? ¿Cómo te atreves?»—. Y por lo que respecta al arma que había encontrado en su mochila, era una Derringer del 22 Double High Standard. Los cartuchos eran mágnum, letales a corta distancia, pero no era el arma ideal para un tiroteo.
«Bueno —pensó Sho—, aunque Kazuo Kiriyama vaya a salir victorioso de esto, tendrá que vérselas con tipos como Shogo Kawada y Shinji Mimura… [...] Si ellos también tienen pistolas, probablemente acabarán hiriéndolo. Y tanto combate acabará agotándolo.
»Entonces, simplemente tendré que seguirlo hasta que palme. Y justo entonces podré dispararle por la espalda. En el momento en que piense que ha acabado con el último, bajará la guardia y entonces será cuando yo le dispare, Kazuo para nada sospechará que hay alguien que le está pisando los talones [...] Sho no se tendría que manchar las manos en aquel juego en el que uno tenía que matar a sus compañeros de clase uno por uno. No era que sintiera fuertes objeciones morales por el hecho de matarlos, era sólo que pensaba: «No quiero matar a chicos inocentes… ¡Es tan vulgar! Kazuo me va a hacer el trabajo. Yo sólo tengo que quedarme detrás de él. Puede que mate a alguien delante de mí, pero no es previsible que yo intervenga. Sería demasiado peligroso. Y así, al final, lo mataré en defensa propia. Es decir, que si yo no acabo con él, él me matará a mí…» Ése era el curso de sus pensamientos.
Había otra ventaja en el hecho de seguir a Kazuo. Si se quedaba cerca de él, no tendría que preocuparse mucho por que lo atacaran. Y en el desdichado caso de que así fuera, siempre que eludiera la primera agresión, el que respondería a la violencia sería Kazuo. Lo único que tendría que hacer Sho sería salir huyendo de la escena y Kazuo se ocuparía del resto. Por supuesto, eso también podría significar que le perdería el rastro y desbarataría su plan, así que quería evitar ese escenario si estaba en su mano.
Decidió mantener una distancia fija en torno a los veinte metros por detrás de Kazuo. Avanzaría cuando lo hiciera Kazuo y se pararía cuando se detuviera. También estaba el asunto de las zonas prohibidas. Kazuo también debía considerarlas, así que probablemente se mantendría bien alejado de ellas. Mientras Sho mantuviera las distancias, estaría a salvo de entrar en dichas áreas. Cuando Kazuo se detuviera, comprobaría el mapa para asegurarse de que no se encontraba en una zona prohibida.
Todo estaba saliendo según su plan.
Kazuo abandonó el cabo sur de la isla y, después de entrar en varias casas de la zona residencial (encontrando probablemente lo que anduviera buscando), decidió encaminarse hacia las montañas del norte por alguna razón y luego se detuvo. Por la mañana, cuando oyó unos disparos lejanos, decidió no actuar, tal vez porque se encontraban muy lejos. [...]
Luego, justo antes de las tres de la tarde, Kazuo empezó a avanzar tras oír un tiroteo en aquella parte de la montaña. [...]
El plan de Kazuo parecía sencillo, al menos de momento. Una vez que sabía dónde se encontraba alguien, iba y disparaba. [...] De momento podía estar contento: Kazuo ni se había enterado de su presencia.
Kazuo parecía estar descansando apaciblemente. Puede que estuviera durmiendo.
[...]
Lo que resultaba un verdadero contratiempo, por otra parte, era que Sho era un fumador compulsivo. El olor del humo del cigarro, dependiendo de la dirección del viento, podría darle una pista a Kazuo. No, el ruidillo de su encendedor eléctrico al prender podría ser incluso peor y fatal.
Sho sacó su paquete de Virginia Slim importado con sabor mentolado —le gustaba el nombre, aunque por supuesto era dificilísimo conseguirlos en el país, pero había lugares donde los vendían y lo único que tenía que hacer era robarlos; tenía montones de cajetillas en su habitación— y se colocó con mucho cuidado uno de aquellos finos cigarrillos entre los labios. Captó una levísima vaharada de aquel olor a tabaco y aquel perfume único a mentol y sintió cierto alivio de su síndrome de abstinencia. Necesitaba llenarse los pulmones de humo…, pero de algún modo consiguió reprimir el ansia.
[...]
Por el rabillo del ojo vio que unos arbustos se agitaban levemente.
Sho se quitó rápidamente el cigarrillo de la boca y se lo metió en el bolsillo, junto con el espejo. Luego agarró la Derringer y cogió la mochila con la otra mano.
La cabeza de Kazuo Kiriyama, con el pelo repeinado hacia atrás, apareció entre unos arbustos. Miró a su izquierda y a su derecha, y luego hacia el norte…, justo a la izquierda de donde se encontraba Sho, hacia la loma.
A la sombra de una azalea repleta de flores rosas, Sho levantó la ceja levemente.
«¿Qué demonios está haciendo?»
No había oído ningún disparo. Ningún ruido extraño en absoluto. ¿Había pasado algo por allí?
Sho miró por todas partes, pero no vio movimiento alguno.
Kazuo al final salió de los arbustos. Llevaba la mochila colgando de un hombro y la ametralladora del otro, con la mano apoyada en la culata. Comenzó a ascender la loma, zigzagueando entre los árboles. Rápidamente alcanzó la altura de Sho y luego siguió subiendo. Entonces, Sho se incorporó y comenzó a seguirlo.
A pesar de su altura (medía 1,77), Sho se movía con destreza, como un gato. Con sumo cuidado, se mantenía a unos veinte metros por detrás del negro abrigo escolar de Kazuo, que se distinguía de tanto en tanto entre los árboles. La confianza de Sho en sí mismo estaba justificada cuando se trataba de cumplir con la tarea de seguir a alguien.
Los movimientos de Kazuo también eran precisos y rápidos. Se detenía a la sombra de un árbol, comprobaba la zona y donde la vegetación se espesaba, se ponía de rodillas y escudriñaba la zona a ras de suelo antes de avanzar. El único problema era…
«Que estás dejando descubierta la espalda, Kazuo».
Debían de haber cubierto unos cien metros. La plataforma de vigilancia estaba arriba a la izquierda. Kazuo se detuvo allí.
Las masas de árboles frente a él se interrumpían por un camino estrecho y sin pavimentar. Tenía menos de dos metros de anchura, justo lo suficiente como para que pasara un vehículo.
[...]
A la derecha de Kazuo, hacia donde estaba mirando, había un sitio con un banco y un aseo portátil de color marrón. A lo mejor era un área de descanso para los senderistas que subían la montaña. Kazuo oteó la zona y luego se volvió hacia donde estaba Sho, pero éste naturalmente ya se había escondido. Kazuo se adelantó al camino y corrió hacia el aseo portátil. Abrió la puerta y entró. Asomó la cabeza y miró fuera otra vez antes de cerrar la puerta. La dejó entreabierta, tal vez por si acaso se veía obligado a escapar si ocurría algo.
«Ay, Dios mío…» Sho se llevó la mano a los labios. «Ay, Dios mío». Sho permaneció agachado, intentando con todas sus fuerzas no estallar en carcajadas.
Era cierto, desde que Sho había comenzado a seguirlo, Kazuo no había ido al baño ni una sola vez. Podía haberlo utilizado en alguna de las casas en las que había entrado antes de amanecer, pero en cualquier caso, sería imposible aguantar todo un día entero [...] Después de todo, Kazuo Kiriyama procedía de una familia acaudalada. Tal vez ni se había planteado la idea de hacerlo en cualquier otro sitio que no fuera un baño. Debió de recordar que había visto aquel baño portátil cuando pasaron por allí un rato antes. Por eso había regresado.
[...]
Entonces recordó algo y agitó la muñeca para ver bien el reloj. Estaban cerca del sector D-8, que Sakamochi había anunciado que se convertiría en zona prohibida a las cinco de la tarde.
Las manecillas que recorrían aquella esfera sobre unos elegantes números romanos de aquel reloj de mujer indicaban que eran las 4:57 (había ajustado su reloj con el comunicado de Sakamochi, así que estaba seguro de que era esa hora). Sho sacó el mapa y examinó la zona de la montaña norte. El camino de la montaña solo estaba marcado por una línea de puntos en el mapa, y el resto de aquel lugar y el aseo público no estaba señalado ni dentro ni fuera de la zona que delimitaba la cuadrícula D-8.
De repente, Sho se puso tenso e inconscientemente se llevó la mano a su collar metálico. De golpe, sintió la necesidad imperiosa de volver por donde había venido, pero…
[...]
«Bueno, al fin y al cabo, estamos hablando de Kazuo Kiriyama. Aun haciendo caso a la llamada de la naturaleza, seguro que había tenido en cuenta su posición. La razón por la que ha mirado a todos lados con tanta precaución antes de salir de los arbustos donde estaba escondido era para determinar si el baño estaba en D-8 o no». Y la posición de Sho era aproximadamente de unos treinta metros al oeste del aseo portátil. Kazuo estaba más cerca de la zona prohibida que él, así que el hecho de que estuviera allí, en otras palabras, significaba que él también estaba a salvo. No debía perder de vista a Kazuo sólo por un miedo irracional. Eso desbarataría totalmente su plan.
Así que sacó el Virginia Slim que había cogido un rato antes y se lo puso entre los labios. Luego miró al cielo, que se iba oscureciendo poco a poco. En esa época del año, todavía quedaban un par de horas antes de la puesta de sol, pero el cielo, que se iba oscureciendo, estaba ya tiñéndose de naranja por el oeste, y eran escasos los jirones de diminutas nubes que habían adquirido un tono anaranjado brillante.
[...]
Aún continuaba.
«Ay, por Dios, a ver si acaba ya. Termina de una vez, vamos, y ponte a trabajar, hombre».
Pero no paraba.
Y fue entonces cuando Sho al final frunció el ceño. Se quitó el cigarrillo de la boca y se levantó. Se aproximó al aseo con premura, avanzando entre los arbustos, y entrecerró los ojos.
[...] Y la puerta estaba entreabierta.
Justo entonces hubo un golpe de viento y se abrió la puerta con un chirrido. Qué momento tan oportuno.
Sho abrió los ojos como platos, atónito.
En el interior del aseo había una botella de agua, de las que les había proporcionado el Gobierno, colgando del techo y balanceándose con el viento. Kazuo probablemente la había pinchado con una navaja porque de allí salía un diminuto chorrillo de agua que salpicaba por todas partes, mecida por el viento.
Sho se sintió aterrado.
Entonces vio la parte de atrás de un abrigo escolar allá abajo, zigzagueando entre los árboles. Vio aquel inequívoco peinado hacia atrás, reconocible incluso desde tan lejos y por la espalda.
«Pe… pero… ¿qu… qué? ¿Kazuo? Pero entonces… eh… pero entonces estoy…»
Mientras Kazuo desaparecía entre la maleza, Sho oyó un zumbido. Le recordó el sonido de un silenciador o de un disparo amortiguado con una almohada. Le fue imposible decir si el estallido procedió de la bomba que el Gobierno había instalado en el collar o de la vibración que se produjo por todo su cuerpo.
Alrededor de cien metros abajo, Kazuo Kiriyama ni siquiera miró a su espalda cuando le echó un vistazo a su reloj.
Siete segundos pasaban de las cinco.
[...]
Aquel muchacho, tan grande y de aspecto tan tosco, que actuaba de aquel modo tan extraño y afeminado, Zuki, del clan Kiriyama, había sido cazado en una zona prohibida.
[...]
Koushun Takami
Segunda parte: etapa intermedia. Capítulos 44-45.
Para entender este texto, es necesario conocer "las reglas del juego" básicas del argumento, que aparecen en el enlace a continuación:
https://es.wikipedia.org/wiki/Battle_Royale_(pel%C3%ADcula) Puntos 1, 2 y 2.1.
En este apartado aparece la muerte de un personaje, aunque no es relevante en el libro y en la película esta secuencia ni siquiera aparece, así que hay poco riesgo en el primer caso e inexistente en el segundo de destripar ningún final o capítulo o escena importante. Yo ya lo he avisado.
[...]
Sho Tsukioka (el estudiante número 14) [...] empezó a seguir al «jefe», que se alejaba de la sanguinaria escena, Sho ya había decidido cómo procedería.
Para ayudar a Sho en su táctica, el candidato principal era indudablemente Kazuo Kiriyama. [...] Había decidido afrontar el juego, estaba seguro de que su plan era la mejor opción. Además, Kazuo no sólo llevaba una ametralladora (¿era el arma que le había correspondido o pertenecía a uno de los tres estudiantes que había matado?), sino también la pistola de Mitsuru. En estos momentos, nadie podía vencer a Kazuo en una confrontación directa.
No obstante, Sho tenía una ventaja: una cosa en la que sabía que era muy bueno. Tenía un talento natural para introducirse de incógnito en los sitios y robar cuando nadie estaba mirando, y también era muy bueno siguiendo a la gente sin que lo notaran. Un talento natural para ser un rastrero en todos los aspectos —«¿Qué quieres decir con “rastrero”? ¿Cómo te atreves?»—. Y por lo que respecta al arma que había encontrado en su mochila, era una Derringer del 22 Double High Standard. Los cartuchos eran mágnum, letales a corta distancia, pero no era el arma ideal para un tiroteo.
«Bueno —pensó Sho—, aunque Kazuo Kiriyama vaya a salir victorioso de esto, tendrá que vérselas con tipos como Shogo Kawada y Shinji Mimura… [...] Si ellos también tienen pistolas, probablemente acabarán hiriéndolo. Y tanto combate acabará agotándolo.
»Entonces, simplemente tendré que seguirlo hasta que palme. Y justo entonces podré dispararle por la espalda. En el momento en que piense que ha acabado con el último, bajará la guardia y entonces será cuando yo le dispare, Kazuo para nada sospechará que hay alguien que le está pisando los talones [...] Sho no se tendría que manchar las manos en aquel juego en el que uno tenía que matar a sus compañeros de clase uno por uno. No era que sintiera fuertes objeciones morales por el hecho de matarlos, era sólo que pensaba: «No quiero matar a chicos inocentes… ¡Es tan vulgar! Kazuo me va a hacer el trabajo. Yo sólo tengo que quedarme detrás de él. Puede que mate a alguien delante de mí, pero no es previsible que yo intervenga. Sería demasiado peligroso. Y así, al final, lo mataré en defensa propia. Es decir, que si yo no acabo con él, él me matará a mí…» Ése era el curso de sus pensamientos.
Había otra ventaja en el hecho de seguir a Kazuo. Si se quedaba cerca de él, no tendría que preocuparse mucho por que lo atacaran. Y en el desdichado caso de que así fuera, siempre que eludiera la primera agresión, el que respondería a la violencia sería Kazuo. Lo único que tendría que hacer Sho sería salir huyendo de la escena y Kazuo se ocuparía del resto. Por supuesto, eso también podría significar que le perdería el rastro y desbarataría su plan, así que quería evitar ese escenario si estaba en su mano.
Decidió mantener una distancia fija en torno a los veinte metros por detrás de Kazuo. Avanzaría cuando lo hiciera Kazuo y se pararía cuando se detuviera. También estaba el asunto de las zonas prohibidas. Kazuo también debía considerarlas, así que probablemente se mantendría bien alejado de ellas. Mientras Sho mantuviera las distancias, estaría a salvo de entrar en dichas áreas. Cuando Kazuo se detuviera, comprobaría el mapa para asegurarse de que no se encontraba en una zona prohibida.
Todo estaba saliendo según su plan.
Kazuo abandonó el cabo sur de la isla y, después de entrar en varias casas de la zona residencial (encontrando probablemente lo que anduviera buscando), decidió encaminarse hacia las montañas del norte por alguna razón y luego se detuvo. Por la mañana, cuando oyó unos disparos lejanos, decidió no actuar, tal vez porque se encontraban muy lejos. [...]
Luego, justo antes de las tres de la tarde, Kazuo empezó a avanzar tras oír un tiroteo en aquella parte de la montaña. [...]

Kazuo parecía estar descansando apaciblemente. Puede que estuviera durmiendo.
[...]
Lo que resultaba un verdadero contratiempo, por otra parte, era que Sho era un fumador compulsivo. El olor del humo del cigarro, dependiendo de la dirección del viento, podría darle una pista a Kazuo. No, el ruidillo de su encendedor eléctrico al prender podría ser incluso peor y fatal.
Sho sacó su paquete de Virginia Slim importado con sabor mentolado —le gustaba el nombre, aunque por supuesto era dificilísimo conseguirlos en el país, pero había lugares donde los vendían y lo único que tenía que hacer era robarlos; tenía montones de cajetillas en su habitación— y se colocó con mucho cuidado uno de aquellos finos cigarrillos entre los labios. Captó una levísima vaharada de aquel olor a tabaco y aquel perfume único a mentol y sintió cierto alivio de su síndrome de abstinencia. Necesitaba llenarse los pulmones de humo…, pero de algún modo consiguió reprimir el ansia.
[...]
Por el rabillo del ojo vio que unos arbustos se agitaban levemente.
Sho se quitó rápidamente el cigarrillo de la boca y se lo metió en el bolsillo, junto con el espejo. Luego agarró la Derringer y cogió la mochila con la otra mano.
La cabeza de Kazuo Kiriyama, con el pelo repeinado hacia atrás, apareció entre unos arbustos. Miró a su izquierda y a su derecha, y luego hacia el norte…, justo a la izquierda de donde se encontraba Sho, hacia la loma.
A la sombra de una azalea repleta de flores rosas, Sho levantó la ceja levemente.
«¿Qué demonios está haciendo?»
No había oído ningún disparo. Ningún ruido extraño en absoluto. ¿Había pasado algo por allí?
Sho miró por todas partes, pero no vio movimiento alguno.
Kazuo al final salió de los arbustos. Llevaba la mochila colgando de un hombro y la ametralladora del otro, con la mano apoyada en la culata. Comenzó a ascender la loma, zigzagueando entre los árboles. Rápidamente alcanzó la altura de Sho y luego siguió subiendo. Entonces, Sho se incorporó y comenzó a seguirlo.
A pesar de su altura (medía 1,77), Sho se movía con destreza, como un gato. Con sumo cuidado, se mantenía a unos veinte metros por detrás del negro abrigo escolar de Kazuo, que se distinguía de tanto en tanto entre los árboles. La confianza de Sho en sí mismo estaba justificada cuando se trataba de cumplir con la tarea de seguir a alguien.
Los movimientos de Kazuo también eran precisos y rápidos. Se detenía a la sombra de un árbol, comprobaba la zona y donde la vegetación se espesaba, se ponía de rodillas y escudriñaba la zona a ras de suelo antes de avanzar. El único problema era…
«Que estás dejando descubierta la espalda, Kazuo».
Debían de haber cubierto unos cien metros. La plataforma de vigilancia estaba arriba a la izquierda. Kazuo se detuvo allí.
Las masas de árboles frente a él se interrumpían por un camino estrecho y sin pavimentar. Tenía menos de dos metros de anchura, justo lo suficiente como para que pasara un vehículo.
[...]
A la derecha de Kazuo, hacia donde estaba mirando, había un sitio con un banco y un aseo portátil de color marrón. A lo mejor era un área de descanso para los senderistas que subían la montaña. Kazuo oteó la zona y luego se volvió hacia donde estaba Sho, pero éste naturalmente ya se había escondido. Kazuo se adelantó al camino y corrió hacia el aseo portátil. Abrió la puerta y entró. Asomó la cabeza y miró fuera otra vez antes de cerrar la puerta. La dejó entreabierta, tal vez por si acaso se veía obligado a escapar si ocurría algo.
«Ay, Dios mío…» Sho se llevó la mano a los labios. «Ay, Dios mío». Sho permaneció agachado, intentando con todas sus fuerzas no estallar en carcajadas.
Era cierto, desde que Sho había comenzado a seguirlo, Kazuo no había ido al baño ni una sola vez. Podía haberlo utilizado en alguna de las casas en las que había entrado antes de amanecer, pero en cualquier caso, sería imposible aguantar todo un día entero [...] Después de todo, Kazuo Kiriyama procedía de una familia acaudalada. Tal vez ni se había planteado la idea de hacerlo en cualquier otro sitio que no fuera un baño. Debió de recordar que había visto aquel baño portátil cuando pasaron por allí un rato antes. Por eso había regresado.
[...]
Entonces recordó algo y agitó la muñeca para ver bien el reloj. Estaban cerca del sector D-8, que Sakamochi había anunciado que se convertiría en zona prohibida a las cinco de la tarde.
Las manecillas que recorrían aquella esfera sobre unos elegantes números romanos de aquel reloj de mujer indicaban que eran las 4:57 (había ajustado su reloj con el comunicado de Sakamochi, así que estaba seguro de que era esa hora). Sho sacó el mapa y examinó la zona de la montaña norte. El camino de la montaña solo estaba marcado por una línea de puntos en el mapa, y el resto de aquel lugar y el aseo público no estaba señalado ni dentro ni fuera de la zona que delimitaba la cuadrícula D-8.
De repente, Sho se puso tenso e inconscientemente se llevó la mano a su collar metálico. De golpe, sintió la necesidad imperiosa de volver por donde había venido, pero…
[...]

Así que sacó el Virginia Slim que había cogido un rato antes y se lo puso entre los labios. Luego miró al cielo, que se iba oscureciendo poco a poco. En esa época del año, todavía quedaban un par de horas antes de la puesta de sol, pero el cielo, que se iba oscureciendo, estaba ya tiñéndose de naranja por el oeste, y eran escasos los jirones de diminutas nubes que habían adquirido un tono anaranjado brillante.
[...]
Aún continuaba.
«Ay, por Dios, a ver si acaba ya. Termina de una vez, vamos, y ponte a trabajar, hombre».
Pero no paraba.
Y fue entonces cuando Sho al final frunció el ceño. Se quitó el cigarrillo de la boca y se levantó. Se aproximó al aseo con premura, avanzando entre los arbustos, y entrecerró los ojos.
[...] Y la puerta estaba entreabierta.
Justo entonces hubo un golpe de viento y se abrió la puerta con un chirrido. Qué momento tan oportuno.
Sho abrió los ojos como platos, atónito.
En el interior del aseo había una botella de agua, de las que les había proporcionado el Gobierno, colgando del techo y balanceándose con el viento. Kazuo probablemente la había pinchado con una navaja porque de allí salía un diminuto chorrillo de agua que salpicaba por todas partes, mecida por el viento.
Sho se sintió aterrado.
Entonces vio la parte de atrás de un abrigo escolar allá abajo, zigzagueando entre los árboles. Vio aquel inequívoco peinado hacia atrás, reconocible incluso desde tan lejos y por la espalda.
«Pe… pero… ¿qu… qué? ¿Kazuo? Pero entonces… eh… pero entonces estoy…»
Mientras Kazuo desaparecía entre la maleza, Sho oyó un zumbido. Le recordó el sonido de un silenciador o de un disparo amortiguado con una almohada. Le fue imposible decir si el estallido procedió de la bomba que el Gobierno había instalado en el collar o de la vibración que se produjo por todo su cuerpo.
Alrededor de cien metros abajo, Kazuo Kiriyama ni siquiera miró a su espalda cuando le echó un vistazo a su reloj.
Siete segundos pasaban de las cinco.
[...]
Aquel muchacho, tan grande y de aspecto tan tosco, que actuaba de aquel modo tan extraño y afeminado, Zuki, del clan Kiriyama, había sido cazado en una zona prohibida.
[...]
miércoles, 23 de septiembre de 2015
Cinco minutitos más
Una historia de amor y oscuridad
Amos Oz
Capítulo 28
Me sentía tentada desde hace tiempo a escribir esta entrada, pero luego siempre se me olvidaba.
Este libro lo leí casi por completo en los pasillos de la facultad mientras esperaba a que llegaran los pocos compañeros que se molestaban en madrugar tanto como yo y este pasaje va precisamente de eso, de madrugar, de recordar esa sensación de no querer levantarte de la cama cuando aún es de noche.
[...]
Mi padre se levantaba siempre muy temprano, una hora u hora y media antes que mi madre y que yo: a las cinco y media de la mañana estaba ya frente al espejo del cuarto de baño, removiendo y espesando con una brocha la nieve que tenía en las mejillas, afeitándose y cantando en voz baja canciones patrióticas con unos gorgoritos que ponían los pelos de punta. Después de afeitarse se tomaba un vaso de té en la cocina y leía el periódico. En la temporada de los cítricos, cada mañana exprimía unas naranjas con un pequeño exprimidor manual y nos llevaba a mi madre y a mí un zumo de naranja a la cama. Y, como la temporada de los cítricos cae en invierno y en aquella época se creía que las bebidas frías en días fríos provocaban resfriados, mi solícito padre encendía el infiernillo antes de hacer el zumo, ponía encima una cacerola con agua y, cuando el agua estaba a punto de hervir, metía con cuidado los dos vasos de zumo en la cacerola del agua caliente y removía bien con una cuchara para que el zumo que estaba cerca del cristal no estuviera más caliente que el zumo del centro del vaso. Y así, afeitado, vestido y encorbatado, con el delantal de cuadros de mamá atado a la cintura encima de su traje barato, iba a despertar a mi madre (a [la habitación de]
la biblioteca) y a mí (al cuarto del final del pasillo) y nos daba a cada uno un vaso de zumo de naranja tibio. Mientras yo me tomaba ese zumo templado como si fuese medicina, mi padre permanecía a mi lado, con el delantal de cuadros, la discreta corbata y el traje gastado por los codos, esperando a que le devolviese el vaso vacío. Mientras yo me tomaba el zumo, mi padre pensaba qué decir: siempre se sentía culpable de cada silencio. Por eso bromeaba conmigo a su manera, sin ninguna gracia: "Hijito,/ tómate el zumito,/ yo esperaré/ y no te apremiaré".
O: "Si cada día te tomas un vaso templado/ crecerás y serás un valiente soldado".
O también: "Cada sorbo dado/ reconstituye el alma y el cuerpo cansado".
[...]
Amos Oz
Capítulo 28
Me sentía tentada desde hace tiempo a escribir esta entrada, pero luego siempre se me olvidaba.
Este libro lo leí casi por completo en los pasillos de la facultad mientras esperaba a que llegaran los pocos compañeros que se molestaban en madrugar tanto como yo y este pasaje va precisamente de eso, de madrugar, de recordar esa sensación de no querer levantarte de la cama cuando aún es de noche.
[...]
Mi padre se levantaba siempre muy temprano, una hora u hora y media antes que mi madre y que yo: a las cinco y media de la mañana estaba ya frente al espejo del cuarto de baño, removiendo y espesando con una brocha la nieve que tenía en las mejillas, afeitándose y cantando en voz baja canciones patrióticas con unos gorgoritos que ponían los pelos de punta. Después de afeitarse se tomaba un vaso de té en la cocina y leía el periódico. En la temporada de los cítricos, cada mañana exprimía unas naranjas con un pequeño exprimidor manual y nos llevaba a mi madre y a mí un zumo de naranja a la cama. Y, como la temporada de los cítricos cae en invierno y en aquella época se creía que las bebidas frías en días fríos provocaban resfriados, mi solícito padre encendía el infiernillo antes de hacer el zumo, ponía encima una cacerola con agua y, cuando el agua estaba a punto de hervir, metía con cuidado los dos vasos de zumo en la cacerola del agua caliente y removía bien con una cuchara para que el zumo que estaba cerca del cristal no estuviera más caliente que el zumo del centro del vaso. Y así, afeitado, vestido y encorbatado, con el delantal de cuadros de mamá atado a la cintura encima de su traje barato, iba a despertar a mi madre (a [la habitación de]

O: "Si cada día te tomas un vaso templado/ crecerás y serás un valiente soldado".
O también: "Cada sorbo dado/ reconstituye el alma y el cuerpo cansado".
[...]
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