domingo, 1 de diciembre de 2013

El alma de Dorian Gray

El retrato de Dorian Gray
Óscar Wilde
Capítulo XVI

Lo leí hace ya varios años, pero no se me olvida el pasaje en el que se describe por vez única en el libro un poco de misterio y de suspense, como si se tratara de una novela más bien de Stephen King o Ágata Christie. Hace sentir al lector dentro del paisaje que se describe, con su niebla, su oscuridad, su frío y hasta su remordimiento.

Una lluvia fría comenzaba a caer, y los reverberos empañados brillaban mortecinamente entre la niebla. Los cafés iban cerrándose, y a sus puertas se juntaban grupos confusos de hombres y mujeres. De algunas tabernas llegaba el eco de innobles risotadas. En otras vociferaban y gritaban los borrachos.
Reclinado dentro del hansom, con el sombrero calado hasta las cejas, Dorian Gray miraba con ojos indiferentes la vergüenza sórdida de la gran ciudad, repitiéndose de cuando en cuando a sí mismo las palabras que le dijera Lord Henry el primer día que habló con él: "Curar el alma por medio de los sentidos, y los sentidos por medio del alma". Sí, ése era el secreto. Más de una vez lo había ensayado, y ahora lo ensayaría de nuevo. Había fumaderos de opio donde se podía comprar el olvido; antros de horror, donde la memoria de los pecados pretéritos podía ser anulada por la locura de los pecados presentes.
La luna pendía muy baja en el horizonte, como una amarilla calavera. De cuando en cuando, una vasta nube informe extendía un brazo y la ocultaba. Los mecheros de gas se hacían cada vez más escasos, y las calles cada vez más estrechas y oscuras. El cochero se perdió en aquel dédalo y tuvo que retroceder media milla para encontrar el camino. Del caballo, chapoteando en los charcos, se elevaba una especie de vaho. Los cristales laterales del hansom parecían forrados de huata gris por la bruma.
"Curar el alma por medio de los sentidos, y los sentidos por medio del alma..." ¡Cómo sonaban aquellas palabras en sus oídos! Sí, su alma se sentía mortalmente enferma. ¿Sería verdad que los sentidos podían curarla? Él había derramado sangre inocente. ¿Cómo expiar aquello?
¡Ay!, para aquello no había expiación alguna; pero, aunque el perdón fuera imposible, aún era posible el olvido, y él estaba resuelto a olvidar, a abolir aquello, a aplastarlo como se aplasta la víbora que nos ha mordido. Realmente, ¿qué derecho tenía Basil a hablarle del modo que lo hizo? Le había dicho cosas atroces, abominables, que no podían tolerarse.
El coche avanzaba, cada vez más despacio. Por lo menos, tal le parecía. Abrió la trampilla y gritó al cochero que fuese más deprisa.
Una terrible necesidad de opio empezó a remorderle. Le ardía la garganta, y sus manos delicadas se crispaban nerviosamente. Como un loco se puso a golpear al caballo con su bastón. El cochero se echó a reír, y fustigó al animal. Él, entonces, rió contestando, y el hombre calló.
El camino parecía interminable, y las calles como la tela negra de una araña invisible. La monotonía se hacía insoportable, y sintió miedo al ver espesarse la niebla.
Luego pasaron junto a unos tejares desiertos. La bruma era allí menos densa, y dejaba ver los extraños hornos en forma de botella con sus lenguas de fuego naranja en abanico. Un perro ladró al paso de ellos, y lejos, en la oscuridad, chilló una gaviota errante. El caballo tropezó en un releje, se desvió a un lado bruscamente y salió luego al galope.
Al cabo de poco tiempo salieron del camino arcilloso y volvieron a rodar estrepitosamente sobre una calle mal empedrada. La mayoría de las ventanas estaban a oscuras; pero de cuando en cuando se proyectaban sobre algunas persianas iluminadas siluetas de sombras fantásticas. Él las miraba con curiosidad. 
Movíanse cual fantoches grotescos, y accionaban como seres vivos. Los detestó con toda su alma. Una rabia sorda había invadido su corazón. AI volver una esquina, una mujer les gritó algo desde el umbral de una puerta, y dos hombres echaron a correr detrás del hansom cerca de doscientas yardas. El cochero les azotó con la fusta.
Dicen que las pasiones nos hacen pensar en círculo. Y la verdad es que los labios mordidos de Dorian, una y otra vez repetían, con horrible insistencia, aquellas palabras especiosas sobre el alma y los sentidos, hasta haber encontrado en ellas la expresión absoluta, por decirlo así, de su estado de espíritu, y justificado, con su asentimiento intelectual, pasiones que, sin esa justificación, le habrían dominado lo mismo. De célula en célula se arrastraba en su cerebro un solo pensamiento; y un frenético deseo de vivir, el más terrible de todos los apetitos humanos, avivaba y encendía cada nervio y cada fibra de su ser.
La fealdad que antaño aborreciera, por prestar realidad a las cosas, le era ahora preciosa por la misma razón. La fealdad era lo único real.
Las disputas y pendencias groseras, los burdeles infectos, la cruda violencia de una vida de desorden, la misma vileza del ladrón y el proscrito, eran más vivas, en su intensa actualidad de impresión, que todas las formas graciosas del arte y las sombras de ensueño de la poesía. Eran lo que él necesitaba para olvidar. En tres días se vería libre.
De pronto, con un brusco tirón de riendas, paró el coche a la entrada de un sombrío callejón. Por encima de los tejados y de las chimeneas asomaban los mástiles negros de los barcos. Espirales de neblina se adherían, como velas espectrales, a las vergas.
-¿Es por aquí, verdad? -preguntó con voz ronca el cochero a través de la trampilla.
Dorian despertó sobresaltado de su abstracción y miró en torno suyo.
-Sí, aquí es -contestó, bajando apresuradamente del coche.
Y después de pagar lo ofrecido al cochero, encaminose rápidamente hacia el muelle.

De trecho en trecho brillaba una linterna en la popa de algún enorme navío mercante. La luz se quebraba y desmenuzaba en las aguas. A bordo de un trasatlántico, de escala hacia un puerto extranjero, que estaba carboneando, velase un resplandor rojo. El pavimento, resbaladizo, parecía un mojado capote.

Apretando el paso torció hacia la izquierda, mirando atrás, de cuando en cuando, para ver si lo seguían. Al cabo de siete u ocho minutos llegó frente a una casucha, de aspecto sórdido, enclavada entre dos fábricas miserables. En una de las ventanas superiores brillaba una lámpara. Se detuvo y llamó a la puerta de un modo especial.
Al poco tiempo oyó pasos en el portal y desenganchar la cadena. La puerta se abrió nuevamente, y Dorian entró sin decir palabra a la vaga figura inclinada que pareció incorporarse a la sombra para dejarle paso. Al extremo del aposento colgaba una cortina verde en jirones, que el viento que había entrado con él de la calle movía y agitaba. La apartó a un lado y entró en una habitación, baja de techo y muy larga, que parecía haber sido en otro tiempo un salón de baile de tercer orden.
Por todas partes ardían numerosos mecheros de gas, con una luz resplandeciente, que apagaban y deformaban los espejos, sucios de moscas, que tenían enfrente. Los mugrientos reflectores de estaño acanalado semejaban discos rutilantes de luz. El piso estaba cubierto de un aserrín ocre, salpicado en muchos sitios de barro y con manchones oscuros de licores derramados. Unos cuantos malayos, en cuclillas junto a un hornillo encendido de carbón vegetal, jugaban con fichas de hueso, enseñando al hablar los dientes blancos. En un rincón, sobre una mesa, con la cabeza escondida entre los brazos, yacía un marinero, y delante del mostrador, bárbaramente pintado, que ocupaba todo un lado, estaban dos mujeres demacradas haciendo burla de un viejo que cepillaba las mangas de su gabán con expresión de repugnancia.

God will give me Justice.

De profundis
Óscar Wilde

De profundis no es un libro muy conocido de Óscar Wilde, y es que ni siquiera es exactamente un libro, sino una epístola tristemente escrita desde la cárcel de Reading durante su estancia en ella a la persona culpable de ella. Lacrimoso y espiritual como ningún otro escrito, es una obra de obligada lectura para todo el mundo que quiera considerarse maduro y que no quiera ser profano en lo que a sensibilidad, amor y sufrimiento se refiere. Wilde no sólo tuvo que verse en una celda, sino que se arruinaron su obra, su vida familiar y su reputación, convirtiéndose en el blanco de muchas burlas y escarnios públicos como el que ahora se expone.

En mi tragedia todo ha sido feo, bajo, repugnante, sin carácter: hasta nuestro uniforme nos hace aparecer grotescos. Somos los bufones del dolor. Somos unos payasos con el corazón destrozado. Y gozamos de la facultad de mover los músculos de la risa.
   El trece de noviembre de mil ochocientos noventa y cinco, me trajeron aquí desde Londres. Aquel día hube de estar desde las dos y media hasta las tres de la tarde, con traje de presidiario y esposado, expuesto a las miradas del público en el andén central de la estación de Clapham Jounction. Me habían sacado de la enfermería sin prepararme para ello, ni siquiera un minuto más. Yo era el más grotesco de cuantos depravados pudiesen existir, y, al verme, la gente se reía. Cada nuevo tren que llegaba aumentaba el número de los curiosos y se divertían de un modo indescriptible. Claro es que esto antes de saber quién era yo. En cuanto lo supieron, se rieron con mucha más gana todavía. Media hora larga permanecí yo allí, bajo la lluvia gris de noviembre, entre las burlas del populacho.

sábado, 2 de noviembre de 2013

El universo de los niños.

Una historia de amor y oscuridad
Amós Oz
Final del capítulo 3


Para recuperarnos de la tristeza y el mal cuerpo que nos habrá dejado el primer texto, Las postales de Mostar, ¿por qué no os dedico ahora un fragmento que nos hará sonreír con ternura y melancolía? Se trata de unos párrafos extraídos de Una historia de amor y oscuridad, autobiografía del escritor israelí Amós Oz. Aunque el libro es bastante lacrimoso en términos generales, los primeros capítulos son muy dulces y evocan al lector a su propia infancia, sintiéndose identificado con un niño solitario, con mucha imaginación y poca vergüenza.
Antes de escribir nada, debo situar el fragmento en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, ya que el autor nació en 1939 y en este capítulo nos habla de un momento en el que la guerra aún no había llegado a su fin.


Durante la guerra, había en la pared del pasillo un gran mapa de los frentes de combate en Europa, con chinchetas y banderines de colores que mi padre movía cada dos o tres días siguiendo las noticias de la radio. Y yo me construí una realidad paralela, privada: me hice encima de la alfombra un frente de combate propio, una realidad virtual donde movía tropas, hacía movimientos en tenaza, emboscadas, asaltaba cabezas de puente, asediaba, asumía retiradas tácticas y las aprovechaba para penetraciones estratégicas.

(...)

   Entre la alfombra, las patas de los muebles y el hueco bajo la cama descubría a veces no sólo islas ignotas, sino también nuevas estrellas, sistemas solares desconocidos, galaxias enteras. Si me hubieran metido en la cárcel, me habría faltado la libertad y otras cosas, pero no me habría aburrido, siempre y cuando me hubiesen permitido tener en la celda un dominó, una baraja, dos cajas de cerillas, doce monedas o un puñado de botones: habría pasado los días ordenándolos. Los habría reunido y dispersado, los habría apilado, alejado y acercado, formando con todo ello pequeñas composiciones. Tal vez todo se debía a que era hijo único: no tenía hermanos ni hermanas y muy pocos amigos, que al rato se cansaban de mí porque querían acción y no podían adaptarse al ritmo épico de mis juegos.
   Muchas veces empezaba un juego sobre el suelo el lunes y el martes pasaba toda la mañana en el colegio pensando en la siguiente maniobra y, por la tarde, hacía una o dos maniobras más y dejaba la maniobra siguiente para el miércoles y el jueves. Mis amigos se hartaban, me dejaban con mis fantasías y se iban a jugar al escondite por los patios, mientras yo seguía desarrollando mi historia a ras de tierra durante varios días más: movía tropas, sitiaba ciudadelas y capitales, derrotaba, conquistaba, disponía regimientos clandestinos en las montañas, atacaba fortalezas y líneas defensivas, liberaba y volvía a conquistar, alejaba y acercaba fronteras marcadas con cerillas. Si por error de mis padres pisaba mi universo, me declaraba en huelga de hambre o en rebelión contra el cepillado de dientes. Hasta que al final llegaba el día del juicio, mi madre no podía soportar por más tiempo la acumulación de pelusas y lo barría todo, flotas, tropas, ciudades, montañas, bahías, continentes enteros. Igual que una catástrofe nuclear.

Las postales de Mostar.

Territorio comanche.
Arturo Pérez-Reverte.
Capítulo IV - Las postales de Mostar.

Este texto lo leí hace muy poco, hace un mes como mucho, y me dejó en una esquina del sofá, junto a la luz del flexo y del balcón, llorando como una magdalena. Aunque trataba de calmarme y limpiarme las lágrimas para continuar con la lectura no podía; de mis ojos seguían brotando más y más lágrimas sin control. Nunca creí que pudiera llegar a siquiera imaginarme hasta qué punto los horrores de la guerra hacen vibrar el alma hasta los cimientos, disuadiendo a cualquiera de patriotismos y fanatismos políticos. Porque todos somos humanos y todos sufrimos. Todos tenemos familia y todos podemos morir dejando un doloroso río de sangre y amargura.


Era uno de esos días en que la guadaña, embotada, descansa mientras la afilan de nuevo, y tú estabas sentado en los escombros de un portal, aprovechando la tregua, con ese consuelo egoísta que proporciona el hecho de ser testigo y no protagonista, y llevar en el bolsillo un billete de avión que, tarde o temprano, te permitirá decir basta y largarte de allí. Era un día de ésos, y tú pensabas escribir este artículo sabiendo de antemano que podrías teclear durante horas, días y meses seguidos, sin parar, y nunca lograrías transmitir, a quien te leyera, el inmenso desconsuelo y la soledad que sentiste momentos antes, visitando las ruinas de una casa abandonada, destrozada por las bombas, en cuyo salón de muebles astillados, cortinas sucias hechas jirones, un cuadro en la pared atravesado por impactos de metralla, estaban por el suelo, pisoteadas entre cenizas y deformadas por el sol y la lluvia, docenas de fotos de un álbum familiar. Una pareja joven que se abraza sonriendo a la cámara. Un anciano con tres niños sobre las rodillas. Una mujer aún joven y guapa, de ojos fatigados, con una sonrisa lejana y triste como un presentimiento. Niños en una playa, con salvavidas y una caña de pescar. Y un grupo en torno a un árbol de Navidad donde reconoces a los niños, al anciano y a la mujer de los ojos tristes mientras te preguntas dónde están todos ellos y cuántos sueños, cuánto amor y cuántas ilusiones deshechas, asesinadas, yacen ahora en esas fotos ajadas y sucias, entre las cenizas que manchan tus botas al caminar sobre ellas evitando pisarlas como quien evita pisar la losa de un sepulcro.

Era -es- un día de ésos. Y tú estás sentado entre los escombros del portal pensando en las fotos. Y entonces llega un hombre en camiseta y zapatillas, un anciano que camina despacio, con dificultad, y se sienta a tu lado a descansar un momento. Tiene el pelo gris y va sin afeitar, con barba de cuatro o cinco días. En las manos sostiene un pequeño mazo de tarjetas postales, y al principio crees que pretende cambiártelas por un cigarrillo o una lata de conservas, pero pronto descubres que no es así. Habla un poco italiano, y al cabo de un instante desgrana su historia, que tampoco es una historia original: un hijo desaparecido, una mujer inválida en un sótano, la casa en el otro sector de la ciudad, perdida para siempre. Te caen bien su gesto resignado y la dignidad con que relata sus desdichas. Después te enseña las postales, una a una. Postales manoseadas de tanto repasarlas una y otra vez. Mira, amigo, así era Mostar, antes. Mira qué hermosa ciudad. El puente medieval, las calles en cuesta. Las dos torres antiguas. Ya no están las torres, finito. Terminado. Tampoco este edificio existe ya. Kaputt, ¿comprendes? Mira, aquí estaba mi casa. Bonita plaza, ¿verdad...? El anciano señala al otro lado del río. Estaba allí, en esa parte. Vieja de cinco siglos, mírala en la postal. Ya no existe, no queda nada.

Por fin suspira, se levanta y, antes de alejarse, reordena cuidadosamente, con extraordinaria ternura, ese mazo de postales que es cuanto le queda de su ciudad y de su memoria.