sábado, 2 de noviembre de 2013

El universo de los niños.

Una historia de amor y oscuridad
Amós Oz
Final del capítulo 3


Para recuperarnos de la tristeza y el mal cuerpo que nos habrá dejado el primer texto, Las postales de Mostar, ¿por qué no os dedico ahora un fragmento que nos hará sonreír con ternura y melancolía? Se trata de unos párrafos extraídos de Una historia de amor y oscuridad, autobiografía del escritor israelí Amós Oz. Aunque el libro es bastante lacrimoso en términos generales, los primeros capítulos son muy dulces y evocan al lector a su propia infancia, sintiéndose identificado con un niño solitario, con mucha imaginación y poca vergüenza.
Antes de escribir nada, debo situar el fragmento en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, ya que el autor nació en 1939 y en este capítulo nos habla de un momento en el que la guerra aún no había llegado a su fin.


Durante la guerra, había en la pared del pasillo un gran mapa de los frentes de combate en Europa, con chinchetas y banderines de colores que mi padre movía cada dos o tres días siguiendo las noticias de la radio. Y yo me construí una realidad paralela, privada: me hice encima de la alfombra un frente de combate propio, una realidad virtual donde movía tropas, hacía movimientos en tenaza, emboscadas, asaltaba cabezas de puente, asediaba, asumía retiradas tácticas y las aprovechaba para penetraciones estratégicas.

(...)

   Entre la alfombra, las patas de los muebles y el hueco bajo la cama descubría a veces no sólo islas ignotas, sino también nuevas estrellas, sistemas solares desconocidos, galaxias enteras. Si me hubieran metido en la cárcel, me habría faltado la libertad y otras cosas, pero no me habría aburrido, siempre y cuando me hubiesen permitido tener en la celda un dominó, una baraja, dos cajas de cerillas, doce monedas o un puñado de botones: habría pasado los días ordenándolos. Los habría reunido y dispersado, los habría apilado, alejado y acercado, formando con todo ello pequeñas composiciones. Tal vez todo se debía a que era hijo único: no tenía hermanos ni hermanas y muy pocos amigos, que al rato se cansaban de mí porque querían acción y no podían adaptarse al ritmo épico de mis juegos.
   Muchas veces empezaba un juego sobre el suelo el lunes y el martes pasaba toda la mañana en el colegio pensando en la siguiente maniobra y, por la tarde, hacía una o dos maniobras más y dejaba la maniobra siguiente para el miércoles y el jueves. Mis amigos se hartaban, me dejaban con mis fantasías y se iban a jugar al escondite por los patios, mientras yo seguía desarrollando mi historia a ras de tierra durante varios días más: movía tropas, sitiaba ciudadelas y capitales, derrotaba, conquistaba, disponía regimientos clandestinos en las montañas, atacaba fortalezas y líneas defensivas, liberaba y volvía a conquistar, alejaba y acercaba fronteras marcadas con cerillas. Si por error de mis padres pisaba mi universo, me declaraba en huelga de hambre o en rebelión contra el cepillado de dientes. Hasta que al final llegaba el día del juicio, mi madre no podía soportar por más tiempo la acumulación de pelusas y lo barría todo, flotas, tropas, ciudades, montañas, bahías, continentes enteros. Igual que una catástrofe nuclear.

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