viernes, 5 de diciembre de 2014

Asustando a los lobos.

El doctor Zhivago
Boris Pasternak
Libro segundo. Decimocuarta parte: De nuevo a Varíkino. 18.

¡¡ATENCIÓN!! El siguiente fragmento contiene el final del libro anterior a la última parte, la conclusión, incluyendo la muerte de uno de los personajes principales, por lo que recomiendo encarecidamente que quien esté interesado en leer El doctor Zhivago (o ver la película, aunque ésta obvia este pasaje) deje de leer ya y pase por alto esta entrada.
Uno de los personajes principales, locamente enamorado de la Antípova mencionada en la entrada anterior, ha pasado a formar parte de la guerra civil rusa (1917 - 1923) y varios de los mandatarios de su propio bando no cesarán hasta encontrarlo y ejecutarlo por los abusos que ha cometido. Condenado a muerte y sin encontrar a su amada Antípova, no sabe qué hacer. Se encuentra con Yuri, que le ha quitado a Antípova, aunque ésta ya ha huido a Extremo Oriente por el conflicto. Yuri y él hablan de ella. Él sabe que le ha sido infiel y también sabe que los militares le pisan los talones.

Por fin Yuri consiguió dormir como es debido. Por primera vez en mucho tiempo concilió el sueño sin darse cuenta, apenas tumbarse en la cama. Strélnikov se había quedado a pasar la noche. Yuri Andréyevich lo instaló en la habitación de al lado. En los breves instantes en que Yuri Andréyevich se despertaba para volverse al otro lado o para echarse encima la manta que se había caído al suelo, sentía la fuerza reconfortante de un sueño reparador y con placer se dormía de nuevo. En la segunda mitad de la noche empezó a tener sueños cortos, que mutaban rápidamente, de los tiempos de su infancia, comprensibles y ricos en detalles, que podían confundirse con la realidad.
Así, por ejemplo, una acuarela hecha por su madre del litoral italiano, que pendía de la pared, en el sueño, de prontó se descolgó, cayó al suelo y el ruido de cristales rotos despertó a Yuri Andreyévich. Abrió los ojos. No. Era otra cosa. Era probablemente Antípov, el marido de Lara, Pável Pávlovich, Strélnikov, que de nuevo, como decía Vakj, asustaba a los lobos de Shutmá. Pero no, ¡qué desastre! El cuadro había caído de veras de la pared. Estaba hecho pedazos en el suelo, comprobó cautivo nuevamente del sueño, que se prolongaba.
Se despertó con dolor de cabeza por haber dormido demasiado. No se dio cuenta enseguida de quién era y de dónde estaba, ni en qué mundo se encontraba.
De pronto recordó: «Strélnikov ha pasado aquí la noche. Ya es tarde. Tengo que vestirme. Seguro que ya se ha levantado y, si no lo ha hecho, lo despertaré yo, prepararé café y lo tomaremos juntos».
-¡Pável Pávlovich!
Ninguna respuesta. «Eso es que aún duerme. Tiene el sueño pesado».
Sin apresurarse se vistió y pasó a la habitación contigua. Sobre la mesa estaba la birretina militar de Strélnikov, pero él no estaba en casa. «Debe de haber salido a pasear -pensó el doctor-. Y sin gorro. Quiere templarse. Pero hoy habría que despedirse en Varíkino y volver a la ciudad. Es tarde. De nuevo he dormido demasiado. Cada mañana me sucede lo mismo».
Yuri Andréyevich encendió el fuego en la cocina, tomó un cubo y fue a buscar agua. A pocos pasos de la entrada, de través en el sendero, caído y con la cabeza apoyada en un montón de nieve, yacía Pável Pávlovich. La nieve bajo su sien izquierda se había condensado en un grumo rojo, hundido en un charco de sangre acumulada. Las minúsculas gotas de sangre que habían salpicado a un lado habían rodado por la nieve formando unas bolitas rojas, parecidas a las bayas de un serbal helado.

La primavera.

El doctor Zhivago
Boris Pasternak
Libro segundo. Novena parte: Varíkino. 13.

El argumento de este libro no debería ser ningún secreto, ya que aunque se haya nacido mucho después del estreno de la mítica película, su versión en el cine es archiconocida y un clásico para cualquier cinéfilo. Nos situamos en la Rusia en plena Revolución; nuestros protagonistas se han visto obligados a marcharse a pueblos perdidos de más allá de los Urales y se ganan la vida como pueden.

Era un frío y ventoso día de principios de mayo. Después de haber llevado a cabo varias gestiones en la ciudad y de haberse asomado un momento por la biblioteca, Yuri Andréyevich cambió inesperadamente de planes y decidió ir a ver a Antípova.
A menudo el viento le impedía avanzar y le obstaculizaba el camino con nubes de polvo y arena. El doctor se volvía, entrecerraba los ojos, inclinaba la cabeza, esperando que el polvo pasara, y seguía andando.
Antípova vivía en la esquina de la calle Kupécheskaya con el callejón Novosválochni, delante de la Casa de las Estatuas, de color oscuro tirando a azul, y que ahora el doctor veía por primera vez. La casa hacía honor a su nombre, y producía una impresión extraña e inquietante.
Toda la planta superior estaba adornada por cariátides mitológicas, figuras de mujer de una estatura una vez y media mayores que el natural. Entre dos ráfagas de viento que le ocultaron la fachada, por un instante el doctor tuvo la impresión de que toda la población femenina de la casa había salido al balcón y, apoyadas en la baranda, lo miraban a él y a la calle Kupécheskaya, que se extendía hacia abajo.
La casa de Antípova tenía dos entradas: la principal, en la calle, y la que daba al patio, en el callejón. Desconociendo la existencia de la primera, Yuri Andréyevich tomó la segunda.
Cuando entró desde el callejón en el patio, el viento levantó hacia el cielo tierra e inmundicia de todo el patio, ocultándolo a los ojos del doctor. Tras aquel negro telón, por entre sus piernas, se lanzaron cloqueando unas gallinas, que buscaban refugio del gallo que les iba a la zaga.
Cuando la nube de polvo se hubo disipado, el doctor vio a Antípova al lado del pozo. El torbellino la había sorprendido con dos cubos llenos de agua y la barra sobre el hombro izquierdo. Se había anudado a toda prisa un pañuelo en la cabeza, para proteger sus cabellos del polvo, con un nudo sobre la frente, como una campesina, y apretaba entre las rodillas el dobladillo del vestido hinchado por el viento para que no se le levantase. Se estaba dirigiendo hacia casa con el agua, pero se detuvo, retenida por una nueva ráfaga de viento que le arrebató el pañuelo de la cabeza, le zarandeó los cabellos y arrastró el pañuelo hacia el rincón de la empalizada, donde las gallinas aún cacareaban.
Yuri Andréyevich corrió tras el pañuelo, lo recogió, se acercó al pozo y se lo entregó a la aturdida Antípova. Siempre fiel a su naturalidad, no soltó ninguna exclamación que traicionase su asombro. Se limitó a decir:
-¡Zhivago!
[...]

miércoles, 1 de octubre de 2014

De profundis clamo ad Te, Domine.

Biblia
Conjunto de Salmos atribuidos al rey David.
Salmos, libro V, Salmo 130.

Es un salmo que la iglesia lo usa en la liturgia de los difuntos. Es también uno de los salmos penitenciales. He decidido escribir sobre este poema no porque me haya marcado especialmente, sino porque gracias a él he logrado comprender el título del libro de Oscar Wilde que narra su penosa estancia en la cárcel (De profundis) y en el que también narra el calvario que vivió incluso antes de pisarla y también una frase de El sexto sentido: "De profundis clamo ad Te, Domine", que se emplea en una parte del largometraje en que el personaje que la enuncia, refugiado en una iglesia, confiesa vivir aterrado cada día; su interlocutor le habla también de los tiempos oscuros de la Europa medieval, tiempos en los que miles de personas eran injustamente perseguidas y tenían la esperanza de acogerse a sagrado.

De Profundis (130 [129])

Canción de las subidas.

Desde lo más profundo
clamo a ti, Señor,
Señor, escucha mi clamor,
estén tus oídos atentos al grito de mi súplica.
Si tienes en cuenta nuestros delitos,
¿quién podrá resistir, Señor?
Pero en ti encontramos el perdón,
por eso eres temido.
Yo espero con toda el alma en el Señor,
confío en su palabra;
estoy pendiente del Señor
más que de los centinelas de la aurora.
Israel está pendiente del Señor
más que de los centinelas de la aurora;
porque en el Señor está el amor
y la liberación total:
él redimirá a Israel
de todos sus delitos.















jueves, 10 de julio de 2014

Si la envidia fuera tiña.

El resplandor.
Stephen King.
Tercera parte: el avispero - En lo alto del tejado.

Éste es un fragmento de El Resplandor que, por cierto, no aparece en la película. Es un libro en el que el autor profundiza tanto en la vida de todos sus personajes, como si fueran reales y tuviesen toda una vida tras de sí de verdad, que es imposible hacer de ello una película de menos de tres horas.
Jack está tratando de quitar un avispero del tejado del hotel en el que vive con su mujer y su hijo mientras el recuerdo de un episodio de su vida como profesor de Lengua le invade la memoria, ésas parcelas de sus días en las que la ira lo dominaba y perdía el control de sí mismo.



Después pensó en George Hatfield.
Alto y rubio, George había sido un muchacho de una belleza casi insolente. Con sus ajustados tejanos descoloridos y la camiseta de Stovington arremangada descuidadamente por encima de los codos, dejando ver los antebrazos bronceados, había traído a la mente de Jack el recuerdo de un Robert Redford joven, y estaba seguro de que a George no le costaba mucho marcar tantos, como diez años atrás no le había costado al joven jugador de rugby que se llamaba Jack Torrance. Podía afirmar con toda sinceridad que no se había sentido celoso de George, ni envidioso de su porte; es más, casi inconscientemente había empezado a verlo como la personificación del héroe de su obra, Gary Benson […].
En el aula podía ser una figura tranquila que pasaba inadvertida, pero cuando se le aplicaba la serie adecuada de estímulos competitivos [...] podía convertirse en una ciega fuerza arrolladora.
En enero, George y una docena más se habían presentado a las pruebas para integrar el grupo de controversia […], pero a fines de marzo Jack lo separó del equipo.
Los debates entre diversos grupos de fines del invierno habían despertado el espíritu de competencia de George, que se preparaba a fondo para las controversias ordenando sus argumentos en pro o en contra de lo que fuera. Poco importaba que el tema fuera la legalización de la marihuana, la restauración de la pena de muerte o la actitud de los países productores de petróleo. George entraba en la discusión con excesivo apasionamiento para que, con toda sinceridad, le importara el punto de vista que defendía, rasgo éste poco frecuente y valioso, incluso en controversistas de experiencia, como bien sabía Jack. El alma de un auténtico aventurero no difería mucho de la de un auténtico discutidor; a los dos les interesaba apasionadamente el juego como tal. Hasta ahí, todo iba bien. Pero George Hatfield tartamudeaba. 
[…] 
Cuando George se metía apasionadamente en una controversia, le aparecía el tartamudeo. Cuanto más ansioso se ponía, peor iba la cosa. Y cuando tenía la sensación de estar a punto de demoler a su oponente, parecía que se interpusiera una especie de fiebre intelectual entre los centros del habla y la boca, que lo dejaba helado hasta el toque de campana. Resultaba penoso observarlo.
—E-e-entonces pienso que ha-ha-hay que decir que en el ca-ca-ca-caso que cita el señor Dor-dor-dorsky pierden vi-vi-vi-gencia ante las com-com-comcomprobaciones efectuadas en-en-en...
Sonaba la chicharra y George giraba sobre sí mismo para mirar furiosamente a Jack, sentado junto a ella. En esos momentos la cara se le ponía roja y con una mano arrugaba espasmódicamente las notas que había preparado.
Jack había insistido en conservar a George en el grupo mucho después de haber dado de baja a otros alumnos incapaces, con la esperanza de que George reaccionara. Recordaba una tarde, a última hora, más o menos una semana antes de que se decidiera, de mala gana, a darle el golpe de gracia. George se había quedado después que los otros se fueron, para enfrentarse coléricamente con Jack.
—U-u-usted adelantó el cronómetro.
Jack levantó la cabeza de los papeles que estaba guardando en su cartera.
—George, ¿de qué estás hablando?
—Yo no lle-lle-llegué a tener los cinco mi-mi-minutos. Usted lo adelantó. Yo estaba mirando el re-re-reloj.
—Es posible que la hora del reloj y la del cronómetro sean un poco diferentes, George, pero yo no lo toqué para nada. Palabra de boy scout.
—¡Sí que lo hi-hi-hizo!
La actitud beligerante, propia de quien defiende sus derechos, de George, había encendido la chispa del enojo del propio Jack. Hacía dos meses —dos demasiado largos meses— que estaba en seco, y se sentía hecho pedazos. Hizo un último esfuerzo por dominarse.
—Te aseguro que no, George. Es tu tartamudeo. ¿No tienes idea de qué es lo que lo provoca? En clase no te sucede.
—¡Yo no-no-no tartamu-mum-mudeo!
—Baja la voz.
—¡U-u-usted quiere e-e-e-echarme! ¡No quie-quiere que yo es-es-esté en su maldito g-g-grupo!
—Baja la voz te he dicho. Hablemos sensatamente de esto.
—¡A-a-a a la mierda con e-e-eso!
—George, si puedes dominar tu tartamudeo, yo estaré encantado de que sigas con nosotros. Vienes bien preparado para todas las prácticas y eres rápido para las réplicas, lo que quiere decir que no es fácil que te tomen por sorpresa. Pero todo eso no significa mucho si no puedes dominar ese...
—¡Yo nu-nu-nunca tartamudeo! —la voz era un grito—. ¡Es u-u-usted! Si fuera o-o-o-otro el que dirige el grupo de-de-de discusión, yo podría...
El enojo de Jack subió una línea más.
—George, si no puedes dominar eso jamás serás un buen abogado, en la especialidad que sea. El derecho no es como el rugby. Con dos horas de práctica por noche no lo arreglarás. ¿Es que piensas encabezar una reunión de directorio diciendo: «Pues bi-bi-bien ca-ca-caballeros, ahora va vamos...»?
De pronto se ruborizó, no de cólera: de vergüenza ante su propia crueldad. No era un hombre el que estaba frente a él; era un chico de diecisiete años que enfrentaba el primer fracaso importante de su vida y tal vez, de la única manera que podía, estaba pidiéndole que lo ayudara a encontrar una manera de superarlo.
Con una última mirada de furia, George volvió a enfrentarlo; los labios le temblaban y se le fruncían en el esfuerzo por pronunciar las palabras:
—¡U-u-u-usted lo adelantó! U-u-usted me o-o-odia porque sa-sa-be... ssabe...
Con un grito inarticulado, George huyó del aula, cerrando la puerta con un golpe tal que el vidrio armado se estremeció en el marco. Jack se quedó inmóvil, sintiendo, más que oyendo, los ecos de los elegantes mocasines de Gucci por los pasillos vacíos. Presa todavía de su cólera y de la vergüenza de haberse burlado del tartamudeo de George, lo primero que sintió fue una especie de euforia enfermiza: por primera vez en su vida, George Hatfield había querido algo que no podía conseguir. Por primera vez, andaba mal algo que no se podía arreglar con todo el dinero de su padre. A los centros del habla no se les puede sobornar. [...] Después, la euforia fue simplemente ahogada por la vergüenza y se sintió como se había sentido después de romperle el brazo a Danny. Dios santo, yo no soy un hijo de puta. Por favor.
Esa alegría enfermiza ante la derrota de George era más típica de Denker, el personaje de la obra, que de Jack Torrance, el autor.
Usted me odia porque sabe...
¿Qué era lo que sabía? ¿Qué podía ser lo que él supiera de George Hatfield y que le llevara a odiarlo? ¿Que tenía todo su futuro por delante? ¿Que se parecía un poquito a Robert Redford y que todas las conversaciones entre las chicas se detenían cuando él hacía un doble salto mortal hacia atrás desde el trampolín de la piscina? ¿Que jugaba al rugby y al béisbol con una gracia natural e innata? Eso es ridículo. Totalmente absurdo. Jack no envidiaba nada de George Hatfield. A decir verdad, ese lamentable tartamudeo lo hacía sentirse peor a él que al propio George, porque realmente el chico habría sido un controversista excelente. Y si Jack hubiera adelantado el cronómetro —lo que, desde luego, no había hecho—, habría sido porque tanto él como los demás miembros del grupo se sentían incómodos y angustiados ante el esfuerzo de George, como le sucede a uno cuando un actor se olvida parte de su parlamento. Si hubiera adelantado el cronómetro, habría sido simplemente para... para abreviar el sufrimiento de George. Pero no lo había adelantado; de eso estaba seguro. 
Una semana más tarde lo separó del grupo, y esa vez con absoluto dominio de sí. Los gritos, las amenazas, corrieron por cuenta de George. Una semana después de eso, Jack fue al aparcamiento, durante la hora de práctica, en busca de una pila de libros que se había dejado en el maletero del Volkswagen, y se encontró con George, con una rodilla apoyada en el suelo, el largo pelo rubio cubriéndole la cara, un cuchillo de caza en una mano, haciendo tiras el neumático delantero del Volkswagen. Los dos neumáticos de atrás ya estaban cortados y el cochecito se apoyaba tristemente sobre ellos, como un perrito cansado. Jack vio todo rojo, y era muy poco lo que recordaba de lo que siguió.
Recordaba un ronco gruñido que, aparentemente, había salido de su propia garganta: «Está bien, George. Si lo que quieres es eso, entonces ven aquí a tomar tu medicina.»
Recordaba que George había levantado los ojos, sorprendido y asustado. «Señor Torrance...», había dicho, como si quisiera explicar que todo no era más que un error, que cuando él llegó los neumáticos ya estaban desinflados y que lo único que él hacía era limpiar el polvo de las tiras con la punta de su cuchillo de caza, que llevaba encima casualmente y que... Jack se le había ido encima con los puños levantados, y sonriendo, le parecía. Pero de eso no estaba seguro. Lo último que recordaba era a George, levantando el cuchillo mientras le decía: «Será mejor que no se acerque más...»
Y después, recordaba a la señorita Strong, la maestra de francés, que le sujetó los brazos, gritando:
—¡Basta, Jack! ¡Basta, que va usted a matarlo!
Jack miró en torno de sí, parpadeando estúpidamente. Ahí estaba el cuchillo de caza, brillando inofensivo sobre el asfalto del aparcamiento, a cuatro metros de distancia. [...] Después sus ojos se enfocaron en George, tendido sobre el asfalto, parpadeando aturdido. El grupo de controversia había salido a ver qué pasaba y estaban todos amontonados en la puerta, mirando fijamente a George, que tenía sangre en la cara, de un magullón que no parecía grave. Pero también le salía sangre de un oído, y eso podía significar una conmoción.
Cuando George intentó levantarse, Jack se soltó de las manos de la señorita Strong para ir hacia él. George se encogió.
Jack le apoyó ambas manos en el pecho y lo obligó a tenderse.
—Quédate quieto —le dijo—. No trates de moverte.
Se volvió a la señorita Strong, que los miraba horrorizada a ambos.
—Por favor, vaya a buscar al médico de la escuela —le pidió. La muchacha se dio la vuelta y salió corriendo. Entonces Jack miró a los integrantes del grupo, los miró a los ojos, de nuevo dueño de sí, recuperado el dominio de sí. Y cuando Jack era dueño de sí, no había mejor tipo que él en todo el estado de Vermont. Y ellos lo sabían, seguro.
—Ahora podéis iros a casa —les dijo con calma—. Volveremos a reunimos mañana.
Pero para el fin de semana siguiente, seis del grupo se habían marchado aunque, claro, ya no importaba mucho porque para el fin de semana a él le habían informado que lo echaban de la escuela.
[…] Y él no odiaba a George Hatfield, de eso estaba seguro. No era que él hubiese actuado; habían actuado sobre él.
Usted me odia porque sabe...
Pero él no sabía nada. Nada. Podía jurarlo ante el Trono de Dios Padre Todopoderoso, lo mismo que podía jurar que no había adelantado el cronómetro más de un minuto. Y no por odio, por lástima.
Dos avispas se paseaban, atontadas, por el tejado, junto al agujero del papel alquitranado. Se quedó observándolas hasta que extendieron las alas, tan sorprendentemente eficientes pese a ser un absurdo aerodinámico, y se perdieron en el sol de octubre, tal vez en busca de alguien más a quien picar. Dios había decidido que era bueno darles aguijones y sobre alguien tenían que usarlos, pensó Jack.
¿Cuánto tiempo había estado ahí sentado, mirando ese agujero que ocultaba una desagradable sorpresa, atizando antiguas brasas? Miró su reloj. Casi media hora.

jueves, 15 de mayo de 2014

El lenguaje universal.

La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
Tercera parte: Palabras incomprendidas: Capítulo 3: Pequeño diccionario de palabras incomprendidas (primera parte)

[...]

MÚSICA: para Franz es el arte que más se aproxima a la belleza dionisíaca entendida como embriaguez. Uno no puede embriagarse fácilmente con una novela o un cuadro, pero puede embriagarse con la novena de Beethoven, con la sonata de Bartok para dos pianos y percusión o con las canciones de los Beatles. Franz no distingue entre la llamada música seria y la música moderna. Esa diferenciación le parece anticuada e hipócrita. Le gusta tanto el rock como Mozart.
Para él la música es una liberación: lo libera de la soledad, del encierro, del polvo de las bibliotecas, abre en su cuerpo una puerta por la que su alma entra al mundo para hermanarse. Le gusta bailar y lamenta que Sabina no comparta esa pasión con él.
[...]

lunes, 5 de mayo de 2014

Todo por nada.

La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
Sexta parte: la Gran Marcha; capítulos 1 y 2.

Aunque fuese el inicio del verano cuando lo leí, agobiada por selectividad y con ganas de descansar por las vacaciones, tuve el valor de coger este libro sin una sola opinión que sirviera como precedente. Simplemente lo hice porque estaba allí. Y si estaba allí, sería para que lo usasen, para que le prestaran atención. Allí, junto a mi sillón favorito, mirándome con carita de cordero degollado pidiéndome salir.
Y no me esperaba la cantidad de pasajes que me iban a quedar grabados en la mente sin necesidad de apuntar ni siquiera las páginas. Ya señalé uno de ellos aquí, hoy le toca a otro. A dos capítulos enteros, para vosotros.

1
Fue en 1980 cuando pudimos leer por primera vez en el "Sunday Times", cómo murió Iakov, el hijo de Stalin. Preso en un campo de concentración alemán durante la segunda guerra mundial, compartía su alojamiento con oficiales británicos. Tenían un retrete común. El hijo de Stalin lo dejaba sucio. A los ingleses no les gustaba ver el retrete embadurnado de mierda, aunque fuera mierda del hijo de quien entonces era el hombre más poderoso del mundo. Se lo echaron en cara. Se ofendió. Volvieron a reprochárselo una y otra vez, le obligaron a que limpiase el retrete. Se enfadó, discutió con ellos, se puso a pelear. Finalmente solicitó una audiencia al comandante del campo. Quería que hiciese de juez. Pero aquel engreído alemán se negó a hablar de mierda. El hijo de Stalin fue incapaz de soportar la humillación. Clamando al cielo terribles insultos rusos, echó a correr hacia las alambradas electrificadas que rodeaban el campo. Cayó sobre ellas. Su cuerpo, que ya nunca ensuciaría el retrete de los ingleses, quedó colgando de las alambradas.



2
El hijo de Stalin no tenía una vida fácil. Su padre lo había concebido con una mujer a la que, después, según todos los indicios, asesinó. El joven Stalin era por tanto hijo de Dios (porque su padre era venerado como un Dios) y, al mismo tiempo, réprobo. La gente lo temía por partida doble: podía hacerles daño con su poder (al fin y al cabo era hijo de Stalin) y con su favor (el padre podía castigar a sus amigos en lugar de hacerlo con el hijo réprobo).
La reprobación y el privilegio, la felicidad y la infelicidad, nadie sintió de un modo más concreto hasta qué punto estos contrarios son intercambiables y hasta qué punto no hay más que un paso desde un polo de la existencia humana hasta el otro.
Nada más empezar la guerra lo capturaron los alemanes, y otros prisioneros, que pertenecían a una nación que siempre le había sido profundamente antipáctica por su incomprensible introversión, lo acusaron de ser sucio. ¿Él, que debía soportar el peso del mayor drama imaginable (ser al mismo tiempo hijo de Dios y ángel réprobo), debía ser ahora sometido a juicio, no por cuestiones elevadas (referidas a Dios y a los ángeles), sino por asuntos de mierda? ¿Está entonces el más elevado drama tan vertiginosamente próximo al más bajo?
¿Vertiginosamente próximo? ¿Es que la proximidad puede producir vértigo?
Puede. Cuando el polo norte se aproxima al polo sur hasta llegar a tocarlo, la tierra desaparece y el hombre se encuentra en un vacío que hace que la cabeza le dé vueltas y se sienta atraído por la caída.
Si la reprobación y el privilegio son lo mismo, si no hay diferencia entre la elevación y la bajeza, si el hijo de Dios puede ser juzgado por cuestiones de mierda, la existencia humana pierde sus dimensiones y se vuelve insoportablemente leve. En ese momento el hijo de Stalin echa a correr hacia los alambres electrificados para lanzar sobre ellos su cuerpo como sobre el platillo de una balanza que cuelga lamentablemente en lo alto, elevado por la infinita levedad de un mundo que ha perdido sus dimensiones.
El hijo de Stalin dio su vida por la mierda. Pero morir por la mierda no es una muerte sin sentido. Los alemanes, que sacrificaban su vida para extender el territorio de su imperio hacia oriente, los rusos, que morían para que el poder de su patria llegase más lejos hacia occidente, ésos sí, ésos morían por una tontería y su muerte carece de sentido y de validez general. Por el contrario, la muerte del hijo de Stalin fue, en medio de la estupidez generalizada de la guerra, la única muerte metafísica.

domingo, 2 de marzo de 2014

You'll never walk alone.

¿Quién no se ha sentido alguna vez extenuado?, ¿que ha dado casi todas las fuerzas que tiene? ¿Quién no ha pedido ayuda a Dios o a la nada?

Biblia
Deuteronomio, 4: 29-31.

Allí buscarás al Señor, tu Dios, y le hallarás si le buscas con todo tu corazón y con toda tu alma


Cuando te hayan sobrevenido estas cosas en los últimos días, te convertirás al Señor en tu angustia y escucharás su voz,

pues el Señor, tu Dios, es Dios misericordioso, que no te abandonará, ni te aniquilará, ni se olvidará de la alianza que juró a tus padres.

No te vayas.

Lamento mi ausencia ayer, ya que acostumbro a escribir siempre el día uno de cada mes, con excepción de enero, claro, aunque supongo que ese día se me perdona por la obviedad.
El siguiente fragmento lo he escogido y me conmovió en su momento por la misma razón que el de Las postales de Mostar, aunque esto lo leí antes. La desesperación de una madre que ha perdido a su hijo en la primera guerra árabe-israelí tras la declaración de independencia de Israel en 1948.
¿A alguien le queda alguna duda de que la guerra es lo más terrible que ha inventado el ser humano? ¿Por qué se llega a estos extremos por la intolerancia?

Una historia de amor y oscuridad
Amós Oz
Capítulo 46


En el diario de Tzarta Abramsky ponía:

23.9.48
El 18 de septiembre, a las diez y cuarto de la mañana del sábado, murió mi Yoni, mi hijo Yoni, toda mi vida... Un francotirador árabe lo alcanzó, a mí ángel, sólo dijo «mamá», consiguió correr unos metros (él, mi maravilloso y puro hijo, estaba al lado de casa) y cayó... No escuché su última palabra y no contesté a su voz que me llamaba. Cuando llegué, mi tesoro, mi cielo ya no estaba con vida. Lo vi en el depósito. Él, tan maravillosamente bello, parecía dormido. Lo abracé y lo besé. Bajo su cabeza pusieron una piedra. La piedra se movió, y su cabeza, una cabeza de querubín, se movió un poco. Mi corazón dijo: no está muerto, hijo mío. Se está moviendo... Sus ojos estaban medio cerrados. Y después llegaron «ellos», los trabajadores del tanatorio, y empezaron a importunarme, a regañarme con rudeza y a molestarme: no tenía permiso para abrazarlo y besarlo... Me fui.

Al cabo de unas horas volví. Ya había empezado el «toque de queda» (estaban buscando a los asesinos de Bernadotte). A cada paso me paraba la policía... y me pedían el permiso para estar en la calle durante el toque de queda. Él, mi hijo asesinado, era mi único permiso. Los policías me dejaron entrar en el tanatorio. Llevé una almohada. Quité la piedra y la dejé a un lado: no podía ver su maravillosa y delicada cabeza sobre una piedra. Entonces volvieron «ellos» y empezaron otra vez a echarme. Dijeron que no me atreviera a tocarlo. No obedecí. Seguí abrazándolo y besándolo, a mi tesoro. Me amenazaron con cerrar la puerta con llave y dejarme con él, con el fundamento de toda mi vida. Era lo único que quería (que se fueran y me encerrasen con él). Entonces cambiaron de parecer y me amenazaron con llamar a los soldados. No me inmuté... Salí del depósito por segunda vez. Antes de salir lo abracé y lo besé. Al día siguiente por la mañana volví a verle, a mi hijo... volví a abrazarlo y a besarlo, de nuevo le pedí a Dios venganza por mi pequeño, y de nuevo me echaron... y cuando volví mi maravilloso hijo, mi ángel, ya estaba en una caja cerrada, pero recuerdo su rostro, todo, lo recuerdo todo.

sábado, 1 de febrero de 2014

Kafka, el escarabajo.

Diarios
Franz Kafka
21 de julio de 1913

La vida amorosa de Kafka fue tormentosa y prácticamente un callejón sin salida, pero no es eso lo que me interesa de esta publicación; lo que me interesa, y siempre me ha interesado de Kafka, es su visión pesimista del mundo (¿cómo no acabaría suicidándose?), su perpetuo espíritu filósofo y predilección por su propia soledad, estar a solas con su alma y su mente... Jamás me interesará más ninguna figura intelectual como Kafka, e incluso personal.

Lista de todas las razones a favor o en contra de mi matrimonio:
1. Incapacidad para soportar la vida solo; (…) es incluso muy poco probable que pueda entender la vida con alguien, pero soy incapaz de soportar las embestidas de la existencia, las exigencias a mi persona, el azote del tiempo y de la edad, la incierta afluencia del deseo de escribir, el insomnio, la proximidad de la locura, soy incapaz de soportar todo eso solo (…).
(…)
3. Debo estar solo mucho tiempo. Lo que he dado de mí, es únicamente fruto de la soledad.
4. Odio todo aquello que no se refiera a la literatura; me aburre mantener conversaciones (aunque estas traten de literatura); me aburre hacer visitas; las penas y las alegrías de mis parientes me aburren hasta el fondo del alma; las conversaciones le roban la importancia, la seriedad y la verdad a todo lo que pienso.
5. El miedo al vínculo, a pasarme a la otra orilla. Después ya nunca estaré solo.
6. En presencia de mis hermanas soy, o más bien antes era, una persona completamente distinta a como soy delante de los demás: atrevido, desnudo, fuerte, sorprendente y emotivo como sólo puedo serlo al escribir. ¡Si pudiera ser así delante de todo el mundo a través de mi mujer! ¿Pero entonces no se me privaría de eso mismo en la escritura? ¡No, eso sí que no, eso sí que no!
7. Estando solo quizá podría abandonar mi empleo; casado eso sería imposible.

Este corazón oprimido...

Los sufrimientos del joven Werther
Johann Wolfgang Goethe
Carta a Guillermo (Wilheim) del 16 de marzo

Es uno de los libros que más me ha marcado: uno de los que cuyo estilo me ha cautivado y me ha hecho emocionarme. La única literatura alemana que conozco. Conozco poco Romanticismo en novela, pero las pocas novelas que conozco rozan la excelencia de los clásicos. Aquí dejo un fragmento de una de las obras más bellas (si no la que más) del Romanticismo.

Las lágrimas corrieron por sus mejillas. Yo estaba fuera de mí. Ella las secó, sin querer ocultarlas.
-Ya conoce usted a mi tía -empezó-: estaba presente, y, oh, con qué ojos la contempló. Werther, anoche le aguanté un sermón sobre mi trato con usted, y esta mañana otro, y he tenido que oír cómo le rebajaba a usted, cómo le humillaba, y sólo he podido defenderle a medias.

Cada palabra que decía me atravesaba el corazón como una espada. Ella no sentía qué misericordia hubiera sido callármelo todo; y todavía añadió cuánto se charlaría aún sobre ello, y qué clase de gente lo consideraría como un triunfo: cómo se reirían y alegrarían ahora con este castigo a mi orgullo y a mi poca estimación de otras personas, lo cual me lo reprochan hace ya tiempo. Y todo eso, Guillermo, oírselo a ella, con el acento de la más auténtica simpatía por mí; ...me quedé destrozado, y todavía ardo en cólera dentro de mí. Quería que alguien se me pusiera delante reprochándomelo para poder atravesar con un puñal: si viera sangre, me sentiría mejor. Ah, muchas veces he tomado un cuchillo para dar aire a este corazón oprimido. Se cuenta de una especie noble de caballos que cuando los acosan y persiguen terriblemente, se muerden ellos mismos una vena por un instinto, para recobrar el aliento. Así me ocurre a mí muchas veces: querría abrirme una vena que me diera la libertad eterna.

jueves, 2 de enero de 2014

Mi rosa

El principito
Antoine de Saint-Exupéry
Capítulo XXI

La mayoría de los adultos hemos leído El principito y nos hemos dado cuenta del trasfondo filosófico del que no nos habríamos dado cuenta de haberlo leído de niños. Aquí dejo uno de los numerosos fragmentos que me conquistaron, aunque es muy difícil escoger sólo uno. Todas y cada una de las palabras del siguiente texto son extrapolables al amor entre dos individuos.


-No son nada, ni en nada se parecen a mi rosa. Nadie las ha domesticado ni ustedes han domesticado a nadie. Son como el zorro era antes, que en nada se diferenciaba de otros cien mil zorros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo.

Las rosas se sentían molestas oyendo al principito, que continuó diciéndoles:

-Son muy bellas, pero están vacías y nadie daría la vida por ustedes. Cualquiera que las vea podrá creer indudablemente que mi rosa es igual que cualquiera de ustedes. Pero ella se sabe más importante que todas, porque yo la he regado, porque ha sido a ella a la que abrigué con el fanal, porque yo le maté los gusanos (salvo dos o tres que se hicieron mariposas ) y es a ella a la que yo he oído quejarse, alabarse y algunas veces hasta callarse. Porque es mi rosa, en fin.

No te separes de mí

La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
Primera parte: la levedad y el peso; capítulo 6.

Aunque por el título parezca un libro pesado y tedioso, el verdadero significado profundo está latente en una bella historia de amor, tan bella como tormentosa. Aquí dejo un fragmento con el que seguramente todos nos sentiremos identificados, ya que todos necesitamos cariño en algún momento.


Por eso se sorprendió tanto cuando se despertó y Teresa cogía con fuerza su mano. La miraba y no podía entender qué había pasado. Se acordaba de las horas que acababan de pasar y le parecía que de ellas se desprendía el perfume de quién sabe qué felicidad desconocida.
Desde entonces los dos disfrutaban durmiendo juntos. Diría casi que el objetivo del acto amoroso no era para ellos el placer sino el sueño que venía después de aquél. Ella, en particular, no podía dormir sin él. Cuando alguna vez se quedaba sola en su piso alquilado (que iba convirtiéndose cada vez más en una simple tapadera), no podía conciliar el sueño en toda la noche. En sus brazos se dormía por más excitada que estuviera. Él le susurraba al oído historias que inventaba para ella, cosas sin sentido, palabras que repetía monótonamente, consoladoras o chistosas. Aquellas palabras se convertían en visiones confusas que la transportaban hasta el primer sueño. Tenía el sueño de ella totalmente en su poder y ella se dormía en el instante que él elegía.
Cuando dormían, se aferraba a él como la primera noche: se cogía con fuerza de su muñeca, de su dedo, de su tobillo. Si quería alejarse sin despertarla, debía utilizar algún truco. Liberaba el dedo (la muñeca, el tobillo) de su encierro, lo cual siempre la despertaba a medias, porque ni aun dormida dejaba de vigilar atentamente lo que él hacía. Se calmaba cuando en lugar de su muñeca ponía en su mano algún objeto (un pijama retorcido, un zapato, un libro) que ella luego apretaba firmemente como si fuera parte del cuerpo de él.